Cuando salía con Hermana E., en esas visitas al médico, siempre que pasábamos por un supermercado, me hacía desviarme, entrar y comprar tres paquetes de pilas. No entendía la necesidad y casi la compulsión por comprar pilas de aquella hermana. Podía intuir que era para los pocos relojes que la usaban en casa, pero no tenía sentido tanta cantidad.
Al final de sus días y antes de que volase al cielo le pregunté: – ¿Por qué hermana tanto interés en comprar siempre “tres de pilas”? Aquel día solo me sonrío y me fui sin respuesta convincente.
Al otro día muy de mañana, nuestra Madre me dijo que durante una semana, debía ayudar a la Hermana E en la sacristía. No había mejor oficio, porque ser sacristana en una comunidad contemplativa, es vivir muy pendiente de las cosas de la capilla conventual, la preparación de la liturgia, pero sobre todo, estar muy cerca del Sagrario.
Bueno, pues contenta me dispuse a integrarme en el equipo de sacristía.
Al preguntar a la hermana qué debía hacer, me miro y me dijo: Solo tendrás que estar atenta a que funcione correctamente el reloj del coro.
– ¿Solo eso? ¡Deje por favor que le ayude en la limpieza del templo, o cambiar las flores del altar!
Con la misma sonrisa de hacía unos días ante mi pregunta, volvió a insistir: – Solo el reloj.
Ella era la encargada, ella sabía cómo hacerlo. Confiada en su dirección tenía que encargarme solo de que el reloj del coro funcionase correctamente. Podía entenderlo, tenía lógica, al final, por ese reloj se actualizan todos los relojes de casa, los de pulsera, etc.
Al segundo día tenía la respuesta a mi pregunta, pero no, no fue Hermana E. la que me la dio, fue la experiencia. Aquel primer día por la noche, tuve que cambiar las pilas de aquel reloj. Al parecer llevaba casi desde la fundación en el mismo sitio, siempre había estado allí. Mientras cambiaba las pilas me invadió un profundo sentimiento de gratitud, al pensar que muchas hermanas vivieron sus vidas sincronizadas en el tiempo gracias al reloj. Así pasó un día y otro, hasta mi último día de sacristana. Todos los días sin faltar uno, tuve que sustituir las pilas.
El último día, había aprendido la lección y Hermana E., tan lista, me llevó al naranjo, al lado de la cocina: -Siéntate. (Me dijo, mientras me acercaba un caramelo para la garganta. Aún hace frio en Cigales y aunque los días son más claros, queda gris aún), hace más de 30 años, mis padres el día de mi toma de hábito, nos regalaron ese reloj, es así de grande y pesado porque tiene un perfecto mecanismo suizo que se desajusta muy poco, es bastante fiel a su consigna: dar la hora. Durante estos 30 años he mirado ese reloj y he recordado aquel momento cada mañana, tarde y noche, el momento en que dice sí al Señor. Creo que todas aquí tenemos muchas cosas que contar y por las que dar gracias, pensamientos de suelo y cielo, recibidas, justo allí, a los pies del Sagrario y del viejo reloj.
No deben faltar pilas, porque ese reloj nos llama a la oración, a parar y centrarnos en aquello que es “lo más importante de nuestras vidas”, escuchar a Jesús, darle aquello que nos pide. Soy vieja y no creo que me equivoque. Ese reloj ha sido y es, testigo mudo de nuestra entrega, ha marcado las horas del corazón y junto a él, se ha elevado, más de mil veces al cielo junto a nuestras oraciones.
Si algún día sales, no te olvides: ¡Tres de pilas!