
La primera noche en la hospedería del monasterio fue muy particular, cenamos coliflor salteada y pescado con ensalada. ¿Te puedes creer que son dos cosas que no me gustan en absoluto? La coliflor y el pescado… De niña siempre fui muy pejiguera con la comida, expresión que se usa mucho en esta zona. ¡Pues me supo a mil maravillas! Como no podía ser de otra forma, me comí agradecida todo lo que me pusieron en el plato. ¿Sabías que mientras comen, una hermana lee para todas las demás? Parecía el “Testamento de Santa Clara”, pero no me hagáis mucho caso…
Tras ayudar a recoger platos, vasos y demás utensilios, las monjas fueron hasta el refectorio, para rezar completas me dijeron. – Nuestra jornada empieza y termina en alabanza a Dios. -Me susurro sor Petra.
“Cuando la luz del sol es ya Poniente, gracias, Señor, es nuestra melodía; recibe, como ofrenda, amablemente, nuestro dolor, trabajo y alegría”.
¡Qué bonito me pareció aquello! Todas estas mujeres, que abandonando todo, todo lo tienen.
Llegó la hora de ir a descansar, la lluvia no cesaba… y a mí, no me importaba. La hospedería estaba completamente vacía, bueno no del todo, en la habitación donde pasaría la noche me esperaba dormido y sin moverse mi amigo Pancho. ¡Qué buenas son estas hermanas conmigo y con mi perrito! El silencio era “ensordecedor… ¿Se puede escuchar el silencio?
Después de ducharme y ponerme cómoda, me senté en el escritorio donde había algunos libros, cogí uno sin más, lo abrí y me puse a leer. En mi interior no dejaban de repetirse las voces de las monjas diciendo: “Dios mío, ven en mi auxilio”. “Señor, date prisa en socorrerme”. Hasta que me quedé dormida con la cabeza sobre la mesa.
Un grandísimo trueno me despertó sobresaltada, y ahí seguía yo en el escritorio del cual me levante medio dormida hasta la ventana. Mirando hacia el exterior, iluminado solo por las luces de los relámpagos que lejos de darme miedo, me hacían ser más consciente de la grandeza de Dios, de lo pequeños que somos. Contemplando me encontraba sin saberlo, pensando en Dios como si fuera una intelectual, filosofando yo sola en mi soledad nocturna, casi desbordada por la inmensidad de Dios.
El despertador sonó muy temprano, quería vivir con la comunidad el tiempo que tuviera que estar aquí como una más. Me lavé la cara y fui hasta el coro, donde desde fuera podía escuchar los salmos y plegarias.
“En la tradición monástica, los Laudes casi siempre se celebran al despuntar el alba, cuando los primeros rayos del sol se entremezclan en la amalgama de colores de los vitrales de la Iglesia. Es entonces cuando todo el mundo, todos los hombres y mujeres se nos presentan como hermanos y… acogemos sus jornadas como nuestra, compartimos su dolor, somos parte de su mundo en Dios que es nuestro centro.” -Me dijo más tarde la Madre Abadesa, mientras achicábamos agua de la entrada.
Durante los tres días que finalmente tuve que quedarme viviendo en la hospedería de las hermanas, mi cabeza se hacía preguntas, y muchas eran las experiencias que sintió mi corazón. Una primera noche en el monasterio que dio mucho para pensar… pensar en esta elección de vida…en ellas… en medio de una vida de oración, de silencio, de recogimiento, de trabajo… estas mujeres libres, van adentrándose en el corazón de Dios y gracias a esa intimidad con Él, van haciendo de este mundo un mundo más humano y más de Dios. ¡Qué claro lo veía todo! ¡Ahora comprendo por completo por que tomaron esta decisión tan importante en sus vidas!