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Hace seis días que salí del monasterio, todo este tiempo lo he pasado en mi casa, concretamente en mi habitación. ¿Mucho que estudiar? No tanto, pero me apetecía seguir con esa sensación de estar conmigo misma y cada vez más cerca de Dios en lo íntimo.

Mi perro Pancho me mira resignado, con ganas de dar un paseo largo como está acostumbrado, estos últimos días no hemos ido a correr, tampoco al bosque, ni siquiera a caminar por el centro del pueblo. Y no es por pereza o tristeza…

¡Toc! ¡Toc! Suena en la puerta, del otro lado la voz de mi madre pidiendo permiso para poder entrar. ¿Piensas salir hoy? Es su pregunta directa. Ayer vi a Valeria, iba guapísima. Su segunda frase. Abrió la puerta y mirando alrededor preguntó en voz alta: ¿Cómo puedes estar aquí metida tantos días hija…? ¡Mira el pobre Pancho, que carita tiene de aburrimiento! Fueron las frases definitivas que hicieron cerrase el libro que leía y me levantase de la cama. -Está bien mamá, me voy a dar una vuelta… – Respondí totalmente desinteresada.

Ya en la calle acompañada de mi amigo de cuatro patas, y sin dirección fija a la que ir, nos dejamos llevar como hoja movida por el viento, la primera parada fue en la plaza. Cual sería mi sorpresa al ver, que en la librería de mí ya desaparecida vecina Candida, había en la puerta apilados materiales de construcción, más adelante un container para residuos de una obra. Salió un chico, vestía con un mono de trabajo y cargaba una caja enorme de cartón llena de libros. -¡Perdona! ¿Qué estáis haciendo en la librería? -Pregunte rápida. El muchacho me miró, sonrió y al reconocerme de la obra que habían hecho en el monasterio, dejó la caja en el suelo y me saludo efusivamente.

Parece que están vaciando la librería de Candida, alguien la ha comprado y van hacer una cafetería moderna. Todos sus recuerdos estaban siendo desahuciados, tirados sin preguntar a un container de acero. Todas las experiencias allí vividas, ya eran parte del pasado.

Continué un poco apesadumbrada, me encontré con Marta, una antigua amiga del colegio que me contaba que se iba del pueblo por falta de oportunidades, no encontraba una plaza de profesora de religión… dejando familia, amistades… toda su vida. Su madre no estaba nada de acuerdo con su decisión. Más tarde con la señora Mariví, su hijo, está trabajando para una fundación en África desde hace un año. No se había acostumbrado aún decía.

Nuestras decisiones a veces influyen en las personas que más queremos, pero ellos en algún momento, seguro que tomaron alguna determinación en sus vidas que no agrado a todos por igual. Mientras volvía a casa, me acordaba lo que Jesús le dijo a Pedro:

«Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres e hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna. Y muchos que ahora son los primeros serán los últimos, y muchos que ahora son los últimos, serán los primeros». (san Marcos 10, 28-31)

Regresé a casa, mi madre aún estaba allí, mi padre también.

– ¿Cuarenta y cinco minutos Adele? – Preguntaba ella. – ¡Pues si que ha sido corto el paseo!       -Exclamó girándose hacia mi padre con mirada cómplice.

– Adele… ¿Te ocurre algo? Nos tienes preocupados. -Expresó mi padre.

El silencio se hizo en toda la casa mientras mi perro ladraba pidiendo su comida.

– Desde que has vuelto del monasterio… ¡Estás rara hija! – Espetó mi madre.

– ¡A ver si va a querer ser monja! – Observó él, lanzando una carcajada al aire.

– ¡Anda, anda! ¡No digas tonterías! -Sentenció ella, dando un golpe en la mesa y levantándose de una de las sillas del salón hacia la cocina.

Salí corriendo por la puerta nuevamente, quería huir de esa situación donde solo me preguntaban haciéndome sentir juzgada y ridiculizada. Calle abajo, sin mirar a nadie con quien me cruzaba, sintiendo resbalar mis lágrimas por la cara, la presión en el pecho, las pulsaciones aceleradas. Llegué al bosque adentrándome en lo profundo hasta alcanzar la parte superior del mismo, desde donde se puede contemplar un paisaje hermoso. Paré, estaba muy acelerada y me llevé la mano al corazón entretanto intentaba respirar normalmente. Arrodillada en suelo sin dejar de llorar, miré hacia el cielo y grité, grité tanto que los pájaros salían volando desde los árboles. Recordé una conversación con sor Celina donde ella me decía:

“Hay momentos difíciles, alguna lágrimas y sufrimiento… pero es pasajero; podrás sentir que caminas perdida por un bosque, pero Él te lleva de la mano”.

Dejé de llorar, me puse de pie y secando las pocas lágrimas que me quedaban… extendí mis brazos y dije: ¡Aquí estoy! ¡Coge mi mano y haz de mí una hija de Santa Clara! ¡Este, es mi CAMINO!