En nuestra casa hay muchas plantas y flores. Además de su tarea de embellecer los espacios, los llenan de color, de vida. La hermana jardinera, cuida con esmero todas sus flores. Y cuando digo todas, son todas, hasta las que salían silvestres.
Sin embargo, no todas eran elegidas para los jarrones de la iglesia, aquellos que colocaba a los pies de sagrario o en la exposición al Santísimo. Entre todos apartaba para el Señor, aquellas que además de ser bellas, desprendían olor. Las otras, se quedaban rezagadas, adornando y embelleciendo la casa de Dios desde sus puestos, sin llamar la atención.
He conocido a muchas religiosas, grandes personas con grandes deseos de santidad y de entrega. Y aunque ya de por sí, la vida contemplativa es desconocida, dentro de ella, hay almas que pasan la vida sin llamar la atención. Casi se podría decir de ellas, aquello que dijeron cuando Teresita murió “no hay nada de ella digno de reseñar”. Sin embargo, las riquezas de Dios que se guardan en el corazón no se pueden ver ni contabilizar. Solo podemos vislumbrar ese volcán que arde en nosotras llamado amor de Dios.
Precisamente, hace muchos años, había una monjita cordobesa que, siempre afable y centrada en su trabajo, hablaba lo justo, sobresalía lo justo, opinaba lo justo. La mayoría de las veces, la veía en la cocina, cuchillo en mano y a las patatas. Y no te niego que al principio me preguntaba: ¿Rezando y pelando patatas se puede ser feliz?
Pues mira por donde me tocó cuidarla sus últimos días antes de pasar al cielo. Su sonrisa no se desdibujó ni un segundo de su boca en los casi 20 días que duró aquella etapa. Antes de marcharse a ver a Jesús y María, un sábado de invierno, me agarró la mano y me asusté. Sabía que aquella aparente estabilidad en la que había permanecido se había roto.
Balbuceaba lo que en un primer momento pensé que era un pedido de socorro, o sed quizá. Pero sonreía, sonreía contra cualquier pronóstico. Me miro a los ojos y me dijo, hermanita cantadme esa de la Virgen que tanto me gusta: Aún asustada, mi voz temblorosa comenzó a cantar una sentencia muy antigua a la que le pusimos música:
“Madre nuestra que me miras, que me vienes a buscar…
conduce mi alma a Cristo, contigo quiero volar,
quiero decirle a tu Hijo, cuanto agradezco su Cruz,
que voy contigo María,
a encontrarme con Jesús”.
Al instante, con una paz tremenda me alcanzó la otra mano y me depositó la medalla que llevamos sobre el pecho que tiene a la Inmaculada. Me dijo casi sin fuerzas: “… voy con María en sábado, al cielo”, y expiró.
Con el tiempo, aquellos momentos dieron paso a esta reflexión. Murió como mueren los que viven con paz, que no es ausencia de dolor, si no, saber mirar, en medio de cualquier dolor la meta, el fin de nuestras vidas: Cristo. Es sencillez, silencio y tanta elocuencia a un tiempo que me conmueven. Si, existen flores que no es que no tengan olor, es que su olor es tan para Dios, que ni nuestros expertos sentidos humanos son capaces de descubrirlos. Hay muchas flores calladas, que regalan su aroma, solo a Jesús.