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María, signo de consuelo y de esperanza, aquella que nunca abandonó a su Hijo Jesús, y con Él, goza hoy de la alegría y la gloria del Cielo.

Purísima, dulcísima y bellísima. Humilde, fuerte, reflexiva, huella, horizonte y sendero, obra maravillosa de Dios.… ¡Virgen y Madre!

Para San Francisco, dos fiestas eran objeto de particular fervor y regocijo, y para las que se preparaba con un retiro de cuarenta días de oración y ayuno, una de ellas era la solemnidad de la Asunción.

“En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”. (Homilía de Benedicto XVI 2010)

“María Santísima nos muestra el destino final de quienes `oyen la Palabra de Dios y la cumplen’ (Lc. 11, 28). Nos estimula a elevar nuestra mirada a las alturas, donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde está también la humilde esclava de Nazaret, ya en la gloria celestial» (San Juan Pablo II, 15-agosto-97)

El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo, nos invita a detenernos en la frenética rutina diaria, a meditar, sobre el propósito de nuestra existencia en este mundo.

¡Qué María nos conceda el dejarnos habitar y transformar por la gracia de Dios!