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En nuestro Monasterio son muy conocidas las almendras garrapiñadas como ya sabréis, elaboradas a mano con mucho cariño y con los mejores ingredientes hacen las delicias de grandes y pequeños.

Hace muchísimos años, un niño del pueblo que jamás había probado una, soñaba con el sabor de nuestro popular dulce. Su familia de recursos muy ajustados no se podían permitir lo que ellos consideraban un lujo fuera de lo esencial. Este joven pasando un día muy cerca del Monasterio coincidío con la hermana portera que abría la puerta.

-Hola ¿Cómo te llamas?. -Preguntó la monja.

-Me llamo Pablín hermana.

-¿Y qué haces por aquí Pablín?.

-Voy hacía la casa de mi abuela, que es costurera a llevarle esta bobina de hilo.

En ese momento paraba un coche, era el repostero del pueblo que venía por las almendras que nos compraba para luego vender en su tienda. Tras saludar a la portera entró con ella llevando una caja de madera vacía, a los minutos volvía a salir el solo con aquella caja repleta de almendras, que hacía brillar los ojos de aquél muchacho como si viera la mismísima Estrella de Oriente.

En una de esas entradas y salidas, cayó al suelo una bolsita sin que nadie se percatará, ¡Era el momento para Pablín! ¡Ya tenía sus dulces gratis!. Se agachó y mirando hacía los lados metió las almendras en su bolsillo, al levantarse recordó las palabras de su abuelita; ¡Dios te ve! ¡Dios siempre nos ve hijo!.

Minutos después salió la portera para cerrar el portón, Pablín se acercó a ella y sacando la bolsa de almendras y entregándosela a la hermana dijo: tome, esto se cayó al suelo.

Sor María Josefa viendo aquella obra por parte del muchacho le contestó.

-¡Quédatela hijo! ¡Y toma esta otra más!.

Y es así también como actúa Dios con nosotros.

Recompensando en abundancia a los que son honestos y rectos de conciencia.