Uno de los santos que más se han granjeado el corazón y la estima del pueblo es, sin duda alguna, San Antonio de Padua. Es, por excelencia, el Santo de todo el mundo, conocido, amado e invocado principalmente por el pueblo humilde, que ha visto en él al divino dispensador de los tesoros celestiales y al protector decidido de los intereses de los pobres. Y este pueblo, que tanto quiere a su abogado y protector, se recrea con la lectura de las vidas del Santo que refieren la serie impresionante de milagros que la tradición oral y escrita le han atribuido, sin preocuparse de la autenticidad de los mismos. Y, ¿por qué dudar de los milagros obrados en vida por el Santo, cuando después de su muerte San Antonio se ha mostrado extraordinariamente generoso en prodigios hasta merecer el sobrenombre de «El Santo de los milagros»? ¿Quién, por experiencia personal, no podría alargar el elenco de los mismos? El pueblo cristiano de ayer, de hoy y de siempre seguirá entusiasmado con el Santo descrito en las Leyendas, arrinconando en las librerías las vidas basadas en la critica histórica.
El San Antonio del pueblo es el Santo que resucita los muertos, que cura las enfermedades, que está dotado del don de bilocación, que habla a los peces, que convierte a los herejes, que aligera el bolsillo de los ricos para socorrer a los pobres necesitados, que multiplica las provisiones, que halla las cosas perdidas, que no defrauda las esperanzas de las que quieren contraer matrimonio, que conversa amigablemente con Jesús Niño, que reposa en sus brazos, y del cual ha recibido el poder de obrar toda suerte de milagros en favor de sus devotos. Querer cambiar el alma del pueblo respecto del Santo sería empresa descabellada e imposible.
La crítica histórica, con sus aciertos y fracasos, ha emprendido la tarea de examinar a fondo las Leyendas Antonianas, con ánimo de deslindar el ámbito histórico del legendario, y presentarnos a San Antonio tal como fue en la realidad y no como la tradición lo ha fingido. Basada en reglas críticas o hipercríticas, dictadas por Langlois y Seignobos, De Smedt, Bernheim y Delehaye ha ido desbrozando la paja de la leyenda del grano de la historia, y las más de las veces su obra crítica, negativa casi siempre, se ha circunscrito a una autopsia fría, a una operación quirúrgica radical, dejando solamente en pie el esqueleto de los Santos «sin poner en evidencia el espíritu del héroe, revelar su alma, completar su fisonomía espiritual y suprimiendo el olor agradable de los mismos hechos rígidamente históricos» (Facchinetti).
Cuando la tradición, relativamente tardía, ha consignado por escrito los milagros que se atribuyen a San Antonio en vida, ¿ha inventado simplemente tales hechos para dar pábulo a la devoción o ha recogido la tradición oral de los mismos, tal como se transmitía de boca en boca? Sería intolerable rechazar en bloque todos los milagros que se atribuyen al Santo en vida, como sería antihistórico admitirlos todos, sin pasarlos por la criba de la crítica.
El examen crítico de las fuentes históricas antonianas nos llevará de la mano a la conclusión de que el Santo es un personaje histórico, plenamente ambientado en el marco de la historia y aureolado a veces con un nimbo legendario, dentro del cual ha querido considerarlo siempre el pueblo cristiano. [Sobre las Leyendas y demás fuentes biográficas de San Antonio, véase en el menú de esta misma página el estudio de Sanz Valdivieso].
En los confines de la tierra…
Harto breves e imprecisas son las noticias de los primeros biógrafos sobre el nacimiento e infancia de San Antonio. Por de pronto, ninguno señala el año de su nacimiento, que por conjeturas y deducciones fijamos hacia el año 1191, aunque la mayoría de los historiadores del Santo señalan el año 1195, basados en el testimonio tardío y sospechoso del Liber Miraculorum, escrito después de 1367; en este punto adoptamos la cronología propuesta por el P. Callebaut, quien parte de la fijación de la fecha de la ordenación sacerdotal de Antonio en 1221. La Assidua dice que nació en Lisboa, ciudad situada en los confines de la tierra, en una casa cercana y al norte de la Iglesia Catedral, de padres jóvenes todavía, y a los cuales quiso Dios premiar con esta preciosa azucena. No dice cuál era el nombre de sus padres, y por lo mismo el autor de la leyenda Benignitas subsanó esta laguna, asegurando que su padre se llamaba Martín, caballero del rey Alfonso, y su madre, de condición no inferior, María. Marcos de Lisboa, siguiendo la costumbre en boga de ennoblecer a los santos, añade que Fernando, el futuro Antonio, descendía, por parte de su padre, de la familia de los Bouillon, y de parte de su madre estaba entroncado con la poderosa familia Taveira, cuyo representante principal fue Froila I, cuarto rey de Asturias. Contra estos sueños de nobleza tenemos el testimonio de Fernando (1211-1233), Conde de Flandes, hijo de Sancho I, rey de Portugal (1185-1211) y hermano de Alfonso II (1211-1223). Hallándose aquél prisionero en el Louvre de París, después de la batalla de Bouvines (1214), oyó hablar de los triunfos apostólicos de San Antonio, y, confundido, exclamó: «… ved a este santo hombre Fernando, saliendo del pueblo (de communi plebe educatum), cómo se levanta a un estado de perfección y santidad tal, que la fama de su religión ante Dios y ante los hombres está por encima de la de los portugueses y españoles». De sus palabras resulta que nuestro Fernando pertenecía a una familia aristócrata burguesa, en contraposición a los aristócratas feudales que vivían en la campaña. La leyenda Assidua, por su parte, se limita a decir que sus padres poseían cerca y al norte de la Catedral una casa digna y conforme a su estado.
Los títulos auténticos de nobleza de que gozaban los padres de Fernando eran más bien de orden espiritual, ya que, según testimonio de la Raimundina, eran personas honestas. Juan Rigauld los compara a Zacarías e Isabel caminando como ellos de una manera irreprensible en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor (Lc 1,5-6), y añade: «Si por el fruto se conoce el árbol, y por la raíz puede deducirse la naturaleza de la planta, fácil era presagiar y esperar algo muy bueno de la flor nacida de su amor de esposos». A los ocho días de su nacimiento fue bautizado en el baptisterio de la Catedral con el nombre de Fernando.
Juventud lozana
Los años juveniles de Fernando se deslizaron tranquilamente en el seno de la familia, convertido en el hechizo de sus padres, por ser el primogénito y por aparecer dotado de índole buena, probidad e integridad de costumbres, no dejándose arrastrar como los otros niños por la lascivia, caprichos y vanidades del mundo. Desde su más tierna edad demostró una especial devoción hacia la Santísima Virgen, a la cual se consagró, escogiéndola por institutriz, guía y sostén de su vida y muerte; más tarde, en sus Sermones desbordará el entusiasmo y devoción que el Santo siente por la Virgen. Surio dice que, siguiendo el ejemplo de sus padres, visitaba a menudo las iglesias y monasterios de la ciudad, mostrándose compasivo con los pobres, a quienes socorría en sus necesidades, de manera que bien pueden aplicársele aquellas palabras del santo Job (31,18): «Desde mi infancia creció conmigo la misericordia».
Juntamente con la educación religiosa quisieron los padres del Santo proveer a su educación intelectual, y a este fin lo confiaron a los desvelos del Maestrescuela de la Catedral para que lo iniciara en los rudimentos de la gramática, retórica, música, aritmética, geografía y astrología, que constituían el plan de estudios de las escuelas catedralicias de aquel tiempo. Su aplicación al estudio y al mismo tiempo su afianzamiento en la virtud fueron notables, causando sensación la memoria prodigiosa con que Dios le había dotado.
Buscar más detalles de la vida juvenil de San Antonio en los primeros hagiógrafos sería inútil, porque, contra la moda de su tiempo, se limitaron a transcribir para la posteridad lo más saliente de la vida del Santo, dejando en el olvido detalles que halagarían sin duda nuestra natural curiosidad.
A los 15 años cumplidos, aetate iam nubili, según palabras de la Assidua, aparece de nuevo el Santo a la luz de la historia. En esa edad «empezó a sentir en su carne el aguijón de la concupiscencia, que le empujaba con impetuosa violencia hacia cosas ilícitas; pero el casto joven, nunca, ni por un instante se rindió a las exigencias de la pubertad y del placer; por el contrario, mostrándose superior a la frágil condición humana, mantuvo a raya los apetitos carnales». Así habla el primer biógrafo. La Raimundina y la Rigaldina abundan en los mismos conceptos, y el autor del Dialogus de gestis sanctorum añade por su parte que, además de la incitación interna, no se vio libre de provocaciones externas que atentaban contra su pureza.
Huyendo del mundanal ruido
Estas crisis pasionales que asaltan a la juventud y que para muchos son el principio de una vida de pecados, fueron para el Santo la piedra de toque para encauzar su vida por otras sendas que estuvieran al abrigo del demonio de la impureza. Las pasiones que bullían por dentro y las continuas asechanzas por fuera, junto con su escrupulosidad de conciencia, invitaron a Antonio a meditar seriamente en el problema de la vida. ¿Podría en adelante conservar su corazón inmaculado, azotado por el vendaval de las pasiones y atraído por el oropel de los placeres? ¿Era posible mantenerse casto conviviendo con una juventud disoluta y ávida de goces sensuales? Antonio se estremecía al pensarlo. Por lo mismo, y dejamos la palabra a Rigauld, «considerando que muchas almas que viven en el siglo siguen la inclinación de las pasiones; comprendiendo que todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, de los ojos y soberbia de la vida (1 Jn 2,16); reflexionando, además, que los placeres de esta vida son fugaces, nuestro Santo, después de haber pasado su infancia y adolescencia en el seno de la familia, pensó en abandonar el desierto del mundo con sus flores que se marchitan y corrompen, para abrazar otra vida mejor. Recordando, además, que no debemos apegarnos, como dice el Evangelio (Lc 14,26), al padre y a la madre, si se quiere formar parte de la milicia de Cristo, Antonio dejó a sus padres, renunció a su herencia e ingresó en un convento de los Canónigos Regulares de San Agustín». El monasterio elegido por Antonio fue el de San Vicente de Fora, que como indica su nombre se hallaba situado a las afueras de Lisboa, sobre una pequeña colina, y habitado por hombres muy honorables por su piedad.
En el retiro del claustro se consagró Antonio con ahínco al estudio y a la oración, y «fue providencial -dice Rigauld- que aquel que ardía en deseos de llegar a la cumbre de la más alta sabiduría, se formara en la escuela del gran doctor San Agustín y empezara a gustar bajo su dirección cuán dulce y suave es el Señor; era justo que un Padre tan sabio se alegrara con un hijo tan sabio».
Dos años aproximadamente moró el Santo en el monasterio de San Vicente; pero lejos de hallar en su recinto la paz y retiro que deseaba recibía de continuo visitas de sus familiares y amigos; por lo cual, no pudiendo soportar por más tiempo estas frecuentes e importunas visitas, se decidió a abandonar su país natal, pensando que lejos de la familia y de la patria podría mejor combatir las batallas del Señor. El deseo de mayor perfección fue, pues, el único móvil que le obligó a pedir su traslado a la Casa Madre de Coimbra. Los superiores de San Vicente por motivos egoístas se oponían a su petición; pero al fin triunfaron las buenas razones de Fernando, «que mudó de lugar sin cambiar de religión».
En Santa Cruz de Coimbra
Cuando Fernando contaba 17 años de edad, ingresaba en el famoso Monasterio de Santa Cruz de Coimbra. Aquí empezó una vida más fervorosa de la que había llevado hasta entonces, y puesto que, según San Jerónimo, «no merece alabanza el que haya vivido en Jerusalén, sino el que haya vivido dignamente allí, Fernando se comportó de tal manera que demostró con su conducta que había escogido aquel santo lugar para llegar más fácilmente a la cumbre de la perfección. Con celo extraordinario cultivaba su espíritu y ejercitaba su alma, y cuando las ocupaciones se lo permitían, se dedicaba asiduamente a la lectura espiritual».
Para gloria del Monasterio de Santa Cruz de Coimbra y obligados a ello por el testimonio de los antiguos biógrafos, creemos que Fernando se hizo santo en este monasterio. Aquí llegó a la plenitud de la edad de Cristo mediante una muerte total al mundo para vivir sólo para Cristo. Para lograr esta transformación espiritual echó mano de todos los medios que le ofrecía la ascética cristiana, que acabaron con el aniquilamiento del hombre viejo para vivir sólo en Cristo y para Cristo. Cuando más tarde ingresó en la Orden Franciscana era ya santo.
Al intenso laborío espiritual acompañaba inseparablemente el estudio, que era como su complemento y perfección. Éste, aunque muy amplio, tendía exclusivamente al conocimiento más perfecto de la Sagrada Escritura, la cual, como inspirada por Dios, contenía la plenitud de la sabiduría, según la expresión familiar entre los doctores de la Edad Media. Sobre este tema de los estudios de Fernando volveremos más tarde; pero no queremos pasar por alto el siguiente testimonio de la leyenda Assidua. «Esta lectura espiritual -dice- versaba sobre los textos históricos de los Libros Santos, en los cuales buscaba aplicaciones alegóricas, o aplicaba a su alma las sentencias de la Escritura. Escudriñando después con feliz curiosidad las profundidades de la Divina Palabra armaba su inteligencia con sentencias de la Sagrada Escritura para escapar de los lazos del error. Entregábase además a la lectura de las sentencias de los Santos, y confiaba a la memoria todo cuanto leía, de tal modo que pronto poseyó una ciencia tal de la Biblia que causaba admiración». Sintetizando el sentir de los antiguos biógrafos, podemos concluir: 1) que los años transcurridos en el Monasterio de Santa Cruz fueron decisivos para la santidad y ciencia de Antonio; 2) que el estudio le sirvió de ascensor para conocer más y mejor a Dios y a sí mismo; 3) que al ingresar en la Orden Franciscana Fernando era ya un santo y un sabio.
Tratando ahora de ambientar al Santo durante los años de su permanencia en Coimbra, veremos que su santidad y ciencia fueron más bien producto de su esfuerzo personal y de la gracia, que imposiciones del medio ambiente. La santidad en el Monasterio de Santa Cruz no era patrimonio de la colectividad, sino empresa personal, y el estudio se resentía de la influencia nefasta de la política. Expliquémonos.
Inquietud en el Monasterio
Los azares políticos del incipiente reino de Portugal repercutieron desfavorablemente en el Monasterio de Santa Cruz de Coimbra durante los reinados de Sancho I (1185-1211) y Alfonso II (marzo de 1211-1223). El primero, ávido de riquezas y amante de construir suntuosos castillos, se apoyó en la burguesía para despojar a la nobleza y a la Iglesia. Vivía en su Alcázar, cerca de Coimbra, capital del reino, y frecuentaba para sus devociones el Monasterio de Santa Cruz, cuyos monjes, siempre en guerra con el obispo de Coimbra, fueron la constante preocupación de Inocencio III.
Sancho se declaró abiertamente contra la Iglesia; desterró al obispo de Coimbra y sitió en su palacio al obispo de Oporto. Aquél, como represalia, puso en entredicho a todo el obispado de Coimbra. El Rey, exacerbado por esta medida, mandó confiscar los bienes de los eclesiásticos que se negaran a celebrar, declarándolos enemigos personales suyos. El Prior de Santa Cruz, como veremos más adelante, se puso del lado del Rey. Inocencio III trabajó para aplacar los ánimos; pero sólo la muerte de Sancho acabó con aquella tirantez entre el Rey y la Iglesia.
Alfonso II, que sucedió a su padre, apareció animado de los mismos sentimientos. El arzobispo de Compostela y el obispo de Zamora lo excomulgaron y pusieron en entredicho a todo Portugal. Inocencio III, que trabajaba en la unión de todos los príncipes cristianos para emprender una cruzada contra los moros, le absolvió. Pero el Rey, después de algún tiempo, continuó su política de opresión a la Iglesia, gravándola con impuestos insoportables. El arzobispo de Braga lo excomulgó, y el Papa Honorio III, el 22 de diciembre de 1220, ordenó a los obispos de Palencia, Astorga y Tuy que hicieran lo mismo, poniendo en entredicho además a todo su reino. El 3 de diciembre del mismo año el Papa exhortaba al obispo de Coimbra a que se pusiese del lado de su Arzobispo en contra del rey Alfonso II.
Santa Cruz no quedó al margen de estas luchas que sembraron en el Monasterio la división, el descontento y la discordia. El Prior del Monasterio, llamado Juan, con algunos cómplices, se convirtió en acólito de ambos reyes, Sancho I y Alfonso II. Según acusaciones llegadas al Papa de parte de algunos religiosos del Monasterio, el Prior dilapidaba los fondos del mismo, reduciéndolo a la miseria; excomulgado diversas veces, continuaba no obstante celebrando los santos oficios, y había sido acusado públicamente de crímenes infames y vergonzosos. Con hábil maniobra y para desorientar a los enviados del Papa, aparentó arrepentirse retirándose a un desierto para llevar allí vida eremítica, pero pasado el peligro, se instaló de nuevo en el Monasterio. El ejemplo del Prior arrastró tras de sí a algunos monjes; algunos, como Juan Roberti, buscaron en otra parte la paz que no encontraban en el Monasterio, mientras otros, como el maestro Juan, preceptor de nuestro Fernando, se le opusieron decididamente elevando graves acusaciones contra él a la Santa Sede. Al parecer, Juan Roberti siguió al príncipe D. Pedro cuando éste, en 1211, se refugió en la corte de su tío Alfonso IX de León, y más tarde, D. Pedro encargó a Roberti custodiar en su palacio de Marruecos los cuerpos de los mártires franciscanos.
Un rayo potente de luz sobre la situación del Monasterio de Santa Cruz por aquel entonces se halla en la Bula de Honorio III, del 13 de noviembre de 1221. Se dice allí que ya en tiempos de Inocencio III, y a instancia de Juan Nuñonez, clérigo de la Capilla de Santa Cruz, y de sus compañeros, el Papa ordenó a Fernando Mender, obispo de Orense (1213-1218), y a dos de sus archidiáconos, se trasladaran al Monasterio, inquirieran sobre los hechos y corrigieran los abusos tam in capite quam in membris, tanto en la cabeza como en los miembros de la canónica de Santa Cruz. El Prior, con hábil maniobra torpedeó la acción de los enviados. El Maestro Juan, canónigo de Santa Cruz, recurrió de nuevo al Papa presentando pruebas de la culpabilidad del Prior. El Papa confió a Renier, Canciller de la Santa Iglesia, un examen de las imputaciones que se hacían; pero fracasó también en su empresa. Finalmente, y ante la insistencia del Maestro Juan, Honorio III dio orden a los priores de los monasterios de San Jaime, San Miguel y Santa Magdalena, de la diócesis de Lisboa, que se trasladaran a Coimbra y comenzaran una investigación canónica sobre la verdad de las acusaciones.
En esta atmósfera de luchas, intrigas y defecciones dolorosas vivía el joven Fernando entregado a la oración y al estudio, pero dándose cuenta exacta de lo trágico de la situación del Monasterio. Aquí había buscado él la paz y el retiro y hallóse ante el desasosiego, la guerra y pésimos ejemplos. Cuando el Santo en sus sermones habla tan crudamente contra los escándalos de algunos prelados y monjes, entre otros, de los Canónigos de San Agustín, ¿no aludirá a este período de su vida en el Monasterio de Santa Cruz?
La virtud se robustece en la adversidad, y lejos de escandalizarse por la conducta del Prior y sus cómplices, Fernando se impuso una vida más intensa de espiritualidad. Sin embargo, más de una vez soñó en la posibilidad de escoger otro género de vida más perfecto y más al abrigo del mundanal ruido. ¿Qué duda cabe que envidiaría la vida simple de los pobrecillos hijos de San Francisco del eremitorio de San Antonio de Olivares, que ciertamente no sabían letras, pero con las obras enseñaban la virtud de la letra?
Franciscanos en Coimbra
Hacia 1215 Francisco mandó a algunos frailes a España, de los cuales algunos llegaron hasta Portugal hacia 1217, estableciéndose en Lisboa, Alenquer y Coimbra. A estos últimos les señaló la reina Doña Urraca el pequeño convento de Olivares, cerca de Coimbra. Azevedo refiere un hecho que dice haber hallado consignado en un Breviario del Monasterio de Santa Cruz, según el cual los cinco frailes franciscanos protomártires de Marruecos estuvieron en Coimbra hospedándose en el Monasterio de Santa Cruz, y que, por aquel entonces, Fernando tenía a su cargo la hospedería. Si así fuera, se explicaría satisfactoriamente la ardentísima devoción que sentía hacia ellos y sus deseos de emular su valentía en confesar a Cristo. Pero, además, sabemos que los frailes de Olivares iban a menudo al Monasterio de Santa Cruz a pedir limosna, y en estas visitas pudo tratarles Antonio. La Providencia, sin embargo, quiso estrechar más el contacto entre la Orden Franciscana y el Monasterio de Santa Cruz y valerse de ello para fijar los futuros destinos del Santo.
El 16 de Enero de 1220, los cinco protomártires franciscanos, que en otro tiempo quizá habían sido huéspedes del Monasterio, recibían la palma del martirio en tierras de Marruecos. El Infante D. Pedro, hermano de Alfonso II, que a finales de 1212 se había refugiado en la corte de su tío Alfonso IX de León, y que, después de la victoria de Alcázar de Sal sobre los moros, el 14 de Septiembre de 1217, se había retirado a Marruecos con sus caballeros de armas, se hizo cargo de los cuerpos de los mártires, mandándolos colocar en dos preciosas urnas. Poco después del martirio transportó aquellas reliquias a España, divulgando por todas partes el hecho de haberse librado milagrosamente por su intercesión, llegando con el precioso tesoro hasta Astorga. Allí confió el cuidado del mismo a su capellán en Marruecos Juan Roberti, monje del Monasterio de Santa Cruz, para que lo trasladara a Coimbra. El triunfo de los santos mártires se había hecho público por toda España y su paso triunfal despertó en todos y por todas partes enorme entusiasmo, especialmente en el Ministro provincial de la Provincia de España de los Frailes Menores, que salió al encuentro de los despojos de sus hijos predilectos, sumándose a la comitiva que los trasladaba a Coimbra. Teniendo en cuenta el largo recorrido desde Marruecos a Astorga, y de aquí a Coimbra, debemos creer que llegaron a esta ciudad a finales de abril o a primeros de mayo, exponiéndose a su llegada a la pública veneración en el Monasterio de Santa Cruz. ¿Qué impresión producirían en el ánimo de Fernando los despojos mortales de aquellos soldados de Cristo que habían perdido sus vidas por confesarle? Claramente nos lo dice el primer biógrafo del santo: «Oyendo el siervo de Dios hablar de los milagros obtenidos por su intercesión, impulsado por el Espíritu Santo y ciñéndose sus lomos con el cíngulo de la fe, y fortaleciendo su brazo con la armadura de su celo, se decía en su corazón: ¡Oh, si el Altísimo se dignara hacerme partícipe de la corona de sus mártires! ¡Oh, si la espada del verdugo me encontrara arrodillado y tendiendo mi cuello por amor de Dios! ¿Acaso lo veré? ¿Por ventura llegará este momento tan deseado? En estos pensamientos permanecía embebido largamente» (Assidua 5,1-2).
Era imposible realizar su dorado sueño mientras siguiera en Santa Cruz de Coimbra, ya que el Monasterio no tenía en su programa de vida las misiones entre infieles, y sólo podría llevarlo a cabo en el supuesto de profesar en una Orden como la Franciscana; pero para ello era indispensable contar con la autorización de los superiores de ambas órdenes. Bien sabía Fernando que con la profesión se había vinculado al Monasterio con el voto de estabilidad, y que el privilegio papal, que colocaba al Monasterio bajó la protección de San Pedro, decía: «… que a ningún fraile, después de haber profesado en el Monasterio, era lícito salir del mismo monasterio sin la autorización del Prior y de toda la Congregación». Por otra parte, convenía explorar la voluntad de los Menores, si estaban dispuestos a admitirle; y a este fin un día en que los dichos frailes acudieron, según costumbre, al Monasterio a pedir limosna, los llamó Fernando en secreto y les expuso sus propósitos: «Carísimos hermanos, recibiría con entusiasmo el hábito de vuestra Orden si me prometierais enviarme, luego de haber entrado, a tierra de sarracenos para poder ser yo partícipe de la corona de los santos mártires» (Assidua 5,5). Aquellos frailes, que sin duda conocían la virtud del Santo, no le opusieron dificultad alguna, antes bien, temiendo que el tiempo creara algún estorbo, fijaron para la mañana siguiente su ingreso en la Orden. Quedábale a Fernando superar el más grave impedimento para ver realizado su ideal que era obtener la licencia de sus superiores, requisito indispensable, como le habían indicado los Menores. El Santo les prometió que cumpliría este requisito, dice el primer biógrafo, y añade que Fernando arrancó el permiso del Prior a duras penas y a base de muchos ruegos.
La rapidez asombrosa con que el agustino Fernando pasó a la Orden Franciscana se explica por la presencia en Coimbra del jurista Juan Parenti, Provincial los franciscanos en España, autorizado para recibir frailes a la Orden. Gracias a ello, al día siguiente de la entrevista, muy de mañana y según lo convenido, se reunieron los frailes y con premura (citius) impusieron el hábito de su Orden al varón de Dios en el Monasterio. La ceremonia fue rápida y sencilla y con razón, porque el Prior, el Monasterio, la Diócesis y todo el Reino estaban en entredicho por el arzobispo de Braga, y según el Derecho se prohibía la celebración pública de la Santa Misa y del Oficio Divino. Dice la Assidua (5,9-10) que al marcharse Antonio del Monasterio le dijo un canónigo: «Anda, anda, que serás santo». A lo que contestó Antonio humildemente: «Cuando oirás que soy santo, alabarás a Dios». ¿Qué interpretación debe darse a estas palabras? ¿Fueron de despecho o de inspiración sobrenatural? Disienten los autores, pero después de cuanto hemos dicho podemos suponer que, si provenían de un cómplice del Prior, encerraban cierto despecho e ironía.
Aquel tránsito inesperado sorprendió a no pocos monjes, que veían alejarse de su compañía a un hermano que había convivido con ellos en el Monasterio de Santa Cruz por espacio de once a catorce años. A la sazón el Santo contaba 29 o 30 años de edad. Con el fin de obviar dificultades de parte de sus familiares y de algunos monjes del Monasterio, se convino en cambiar su nombre de Fernando por el de Antonio, y en mandarle cuánto antes a tierra de infieles. ¿Por qué escogió el nombre de Antonio? Porque éste era el nombre del titular del convento de Olivares, responde la Rigaldina.
¿En qué fecha entró Antonio en la Orden Franciscana? Dos fechas arrojan un haz de luz sobre este punto de la cronología antoniana: el martirio de los protomártires franciscanos el 16 de enero de 1220, y la muerte de doña Urraca el 3 de noviembre del mismo año, después que se hubo dado sepultura a los mártires. Ahora bien, teniendo en cuenta la larga peregrinación de las reliquias desde Marruecos a Astorga y Coimbra, cabe suponer que las reliquias de los mismos llegaran a esta última hacia el mes de abril, y, ciertamente, antes del mes de septiembre. La entrada de Antonio en la Orden Franciscana fue, pues, entre los meses de mayo y noviembre de 1220; y no es posible precisar más, porque ignoramos por cuánto tiempo estuvieron expuestas a la pública veneración las reliquias de los mártires y los días que vivió Urraca después de habérseles dado sepultura.
Antonio misionero franciscano
No existía todavía en la Orden Franciscana la obligación del año de noviciado, que impuso el Papa Honorio III con su Bula Cum secundum, del 22 de septiembre de 1220, la cual no se conoció en Portugal hasta últimos de dicho año. «La sed del martirio devoraba de tal manera el corazón de Antonio, que no le daba punto de reposo, por lo cual los frailes, de conformidad con la promesa que le hicieron, le dieron las licencias para que cuanto antes marchara a tierra de sarracenos» (Assidua 6,1-2). Además, el hecho de que había tenido que arrancar casi furtivamente el consentimiento del Prior, la ojeriza y resquemores de algunos monjes del Monasterio y la oposición de sus familiares, aconsejaban su inmediato alejamiento de Coimbra. La animosidad del Monasterio de Santa Cruz contra los franciscanos de Olivares, que más tarde se manifestó y en cuyo arreglo tuyo que intervenir el Papa Gregorio IX (9-VI-1233), ¿no arranca de la supuesta deserción de Antonio de aquel Monasterio?
Junto con otro religioso, acaso Fr. Felipe, el Santo se puso en viaje hacia los meses de septiembre y octubre, y desembarcaba en Marruecos probablemente en los días del mes de noviembre. Un amplio campo de apostolado se dibujaba ante su vista y se vislumbraba la posibilidad de alcanzar pronto la palma del martirio. Pero hubo de contentarse con el martirio de deseo, porque, apenas asentado su pie en tierras africanas, le acometió una larga y grave enfermedad, que le retuvo en cama por todo el invierno. Siendo precario su estado de salud y exigiendo muchos días de reposo y convalecencia, se pensó en mandarle de nuevo a su tierra por algún tiempo, para que, recuperadas allí sus fuerzas, regresara de nuevo al campo de su apostolado. Con este propósito se hizo a la mar, pero un recio viento, frecuente en el estrecho, empujó la nave hacia oriente obligándola a atracar en las costas de Sicilia. ¿Desembarcó en Mesina o en Taormina? No lo sabemos, pero el primer biógrafo dice que el Santo se refugió en el convento franciscano situado a las afueras de Mesina.
En tierras de Italia
Por aquellos religiosos se enteró de la celebración del Capítulo General de Asís, convocado para el 30 de mayo de 1221, y al cual eran invitados a asistir todos los religiosos de la Orden. Antonio se entusiasmó con esta noticia y se dispuso a emprender el viaje. El recorrido a pie de los seiscientos kilómetros que median entre ambas ciudades, suponía un esfuerzo heroico para Antonio, todavía convaleciente. A razón de veinte etapas de treinta kilómetros cada una, descontando los días festivos para reponer sus fuerzas (los días 9, 16, 23 de mayo y el día de la Ascensión), emprendió el viaje a primeros de aquel mes y llegó a Asís poco antes del día 30.
Miles de religiosos se hallaban allí congregados, presididos por el Card. Rainiero Capocci, como delegado del Card. Hugolino. San Francisco, débil y enfermizo a consecuencia de su viaje a Oriente, había declinado la presidencia de la magna asamblea a favor de fray Elías, su Vicario, contentándose con dirigir la palabra a sus hijos y hablarles como el Espíritu Santo le daba a entender, recuerda Jordán de Giano en su Crónica. ¡Con qué avidez escucharía nuestro Santo las palabras del Seráfico Fundador, a quien tanto había deseado conocer!
Antonio pasó inadvertido en medio de aquella multitud, de tal manera que, terminado el Capítulo, los frailes se reunieron en torno a sus Provinciales y en su compañía se dirigían a sus respectivas Provincias, mientras él quedó a disposición del Ministro General, porque creyendo que fuera un simple novicio y por lo tanto de muy poca utilidad, ningún Provincial se interesó por Antonio. Entonces el Santo, en un acto de profunda humildad, se acercó a Fr. Gracián, Ministro Provincial de Romaña, y llamándolo aparte «le rogó lo llevase consigo a la Romaña y lo instruyese en los rudimentos de la formación espiritual. No le hizo mención de los estudios que había cursado, ni del ministerio eclesiástico que había ejercido, ocultando por amor a Jesucristo toda su ciencia para no conocer, desear, ni seguir más que a Cristo Crucificado» (Assidua 7,2-3).
En el eremitorio de Monte Paolo
El Prelado, prendado de su humildad, lo llevó consigo a Romaña, y Antonio, una vez allí, obtenido el permiso del Provincial, se retiró al eremitorio de Monte Paolo para consagrarse a la soledad lejos del mundo y elevarse hacia lo alto por el silencio y la oración, hasta llegar a la cima de la perfección cristiana.
¿Cuál fue el género de vida de Antonio en el retiro de Monte Paolo? Se colige de la siguiente narración del primer biógrafo: «Cierto fraile se había arreglado una cueva que debía servirle de celda para retirarse allí y dedicarse a la contemplación. Cuando Antonio, que iba explorando el bosque, la vio, prendóse de ella y con muchos ruegos se la pidió al devoto fraile, que, vencido por las reiteradas súplicas del Santo, se la cedió fraternamente. Desde entonces todas las mañanas, después de haber tomado parte en la plegaria común, se retiraba allí, llevando consigo un poco de pan y un vaso de agua para todo el día, obligando a la carne a servir al espíritu. Sin embargo, fiel a las prescripciones de la Regla, asistía por la tarde a la conferencia espiritual que se tenía en el convento, sucediendo a menudo que, cuando al toque de la campana quería reunirse con sus hermanos, hallábase su pobre cuerpo tan debilitado por las vigilias y tan extenuado por el ayuno, que se tambaleaba y no podía sostenerse, teniendo necesidad de apoyarse en otro hermano para poder llegar al eremitorio» (Assidua 7,6-11).
Pero aquella alma privilegiada, siguiendo el espíritu del Santo Fundador, no debía vivir sólo para sí, sino ser útil y provechoso a los demás; debía, en una palabra, estar sobre el candelero para iluminar a los que seguían en el mundo las sendas de la herejía y del error. «No quiso Dios -dice la Rigaldina– que aquella lámpara de la ciencia permaneciese por más tiempo debajo del celemín». Y pronto se presentó la ocasión de revelarse al mundo. En las témporas de septiembre se conferían órdenes sagradas en Forlí, y con este motivo se juntaron allí varios clérigos dominicos y franciscanos venidos de distintos lugares, entre los cuales se hallaba Antonio. ¿Para qué fue Antonio a Forlí? ¿Solamente en calidad de simple acompañante o para ser ordenado sacerdote? Existe gran desorientación en este punto entre los historiadores, pero el texto de la Assidua parece indicar que Antonio estuvo en Forlí para recibir las órdenes sagradas, y por lo mismo no debemos buscarle otra interpretación, aunque no desestimamos los argumentos de aquellos que sostienen que San Antonio fue ordenado sacerdote antes de ingresar en la Orden Franciscana. Según nuestro parecer, Antonio se ordenó de sacerdote en las Témporas de septiembre del año 1221, y habitó en el convento-eremitorio de Monte Paolo desde el 9 de junio de aquel año hasta poco después del episodio de Forlí que vamos a relatar.
Franciscanos y dominicos se reunieron en un ágape fraternal, y con esta ocasión el superior de los franciscanos, acaso el mismo Gracián o el superior del convento franciscano de Forlí, rogó a los frailes Predicadores presentes al acto que uno de ellos dirigiera la palabra a los congregados, pero todos se excusaron alegando que no estaban preparados para ello. Entonces el superior invitó a Antonio a que hablase y manifestase lo que le sugiriera el Espíritu Santo. Antonio se resistió en un principio, pero movido por la santa obediencia habló de tal manera que todos quedaron maravillados del torrente de sabiduría que fluía de sus labios. Su sabiduría había traicionado a su humildad y no era posible esconderla por más tiempo. Aquella intervención inesperada de Antonio sorprendió agradablemente al Provincial, que pensó inmediatamente destinarle al apostolado. Recordemos que no es posible dar un repertorio cronológico de la vida de San Antonio en general, y menos aún de sus años de apostolado.
Correrías de un apóstol
Poco después de la revelación de Forlí, San Antonio abandonaba definitivamente el retiro de Monte Paolo para dedicarse de lleno al apostolado de la predicación. Su campo de acción fue la Provincia de Romaña, que por aquel entonces, hasta 1239, comprendía también toda la Lombardía, infectada por los herejes Cátaros y Patarinos. Antonio entró en liza con ellos poniendo en juego todos los medios de apostolado que le permitían su acrisolada piedad y su vasta erudición. Bien quisiéramos seguirle en sus correrías apostólicas, pero el primer biógrafo, que hasta ahora se había mostrado relativamente pródigo en detalles, resume en dos capítulos toda la actividad apostólica del santo desde 1221 hasta 1229, pasando por alto la predicación de Antonio en Francia. Dice que Antonio cruzaba en todas direcciones la provincia de Romaña, y que su celo por la salvación de las almas no le permitía un momento de reposo. ¿Qué lengua usaba Antonio en su predicación? Scrinzi es del parecer que habló en latín, pero su opinión se opone a la Benignitas que dice que, a pesar de haber nacido y haberse educado en tierras tan lejanas, hablaba el italiano correctamente.
Rímini se había convertido en centro de acción de los herejes, que tenían allí su cuartel general, apoyados secretamente por el partido de los gibelinos. Ya en 1220 había estado en Rímini San Aldebrando, obispo de Fossombrone, para reducir a los herejes, pero a pesar de su celo fracasó rotundamente, viéndose obligado a refugiarse en el campanario de la iglesia y huir de noche para escapar a una muerte segura. «Antonio llegó providencialmente a la ciudad, y viendo que muchos cristianos habían caído víctimas de la herejía, reunió a todo el pueblo y empezó a predicar con fervor de espíritu; y aquel que no había aprendido las sutilezas de los filósofos, refutó con claridad superior los sofísticos dogmas de la herejía. La elocuencia de su palabra y la saludable doctrina que predicaba lograron echar tan hondas raíces en el corazón de los oyentes, que, disipadas las tinieblas del error, una gran multitud se adhirió de nuevo fielmente al Señor. Entre los convertidos había un hereje famoso llamado Bonillo (Bononillo, Bonvillo), que había militado treinta años en la herejía» (Assidua 9,4-6).
[Según fuentes posteriores, la predicación del Santo estuvo acompañada de milagros, y así un importante jerarca de la herejía cátara habría sido convertido por el milagro de la mula que se postra ante la Eucaristía; también en Rímini se localizaría la «florecilla» de la predicación de San Antonio a los hermanos peces. Veámoslo].
En un principio Antonio encontró fuerte resistencia de parte de los herejes, que impedían la asistencia a sus sermones, y fue entonces cuando el Santo recurrió a la eficacia del milagro. Ante la apatía del público que se negaba a escucharle, se fue a orillas del Adriático, cerca de la desembocadura del río Marecchia, y comenzó a decir, como predicando de parte de Dios a los peces: «Oíd la palabra de Dios, vosotros peces del mar y del río, ya que no la quieren oír los infieles herejes». A su palabra acudieron multitud de peces sacando sus cabezas fuera del agua con grandísima quietud, mansedumbre y orden. La noticia del hecho se divulgó por toda la ciudad, acudiendo gran número de herejes a presenciar el milagro (cf. Florecillas c. 40).
Otro hecho no menos maravilloso y con ciertas garantías de autenticidad obró Dios por intercesión del Santo en Rímini. Un hereje, acaso el mismo Bonillo de que hemos hablado, se negaba a admitir la presencia real de Jesús en el Sacramento de la Eucaristía. Compadecido Antonio de su pertinacia, le hizo la siguiente proposición: «Si tu caballo adorase la Hostia santa, ¿no creerías en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía?» El hereje dijo que sí, con tal de que el hecho se produjera de acuerdo con las condiciones que él fijara de antemano. Para ello privó a su caballo de todo alimento durante dos días y, al tercer día, delante de gran concurso de pueblo, soltando su caballo, le ofreció cebada, mientras al otro lado se hallaba Antonio llevando la Hostia santa. El animal hambriento, despreciando el alimento, avanzó lentamente hacia donde estaba el Santo, dobló las patas delanteras en actitud de adoración al Santísimo Cuerpo de Jesús, permaneciendo en esta actitud hasta que recibió autorización para alejarse. Ante este milagro el hereje abjuró de su error.
Martillo de los herejes
Antonio consiguió triunfos impresionantes contra los herejes, y de tal modo supo adueñarse del terreno, que en todas partes provocaba la reacción del pueblo contra la herejía. «No hubo otro -dice la Benignitas-, al menos en aquel tiempo, que hubiese sabido provocar contra los herejes una persecución tan constante y despiadada; de manera que era conocido y llamado por el pueblo incansable martillo de los herejes». Estas palabras incluyen evidentemente una exageración retórica y una hipérbole, y sería erróneo concluir de ellas, como hizo Schmidt, que Antonio, que había ido a Francia para convertir a los herejes, excitaba el ardor de los cruzados contra ellos y los hacía quemar en la hoguera en gran número. Todos los historiadores ven en las palabras de la Benignitas un juicio sintético de la acción apostólica de Antonio contra la herejía en Italia y en Francia, y unánimemente rechazan la original hipótesis de Schmidt. Charles de Mandach dice a este propósito: «Se ha pretendido falsamente que Antonio hizo quemar a los herejes. La impresión que el Santo conservaba de su encuentro con Francisco de Asís era suficiente para ponerlo en guardia contra tales aberraciones; tanto más que la exactitud de sus puntos de mira y la superioridad de su carácter le imponían una justa medida». Y confirma su aserto con el siguiente pasaje de uno de los sermones del Santo: «Como no se pone fuego a una casa donde yace un muerto o se celebran funerales, así vosotros no debéis destruir aquella casa en la cual Dios viene a menos por los golpes de la herejía, especialmente cuando podéis esperar que él resucitará para la gloria. Pero aunque tuvierais certeza de la obstinación, siempre debe darse lugar a la tolerancia, ya que Dios es el primero en darnos ejemplo. Tolerad, repito, para que esto pueda serviros de ejemplo».
San Antonio, teólogo
Después de los sucesos de Rímini, Antonio se trasladó a Vercelli, para continuar allí muy probablemente su obra de apostolado. En esta ciudad se hallaba, desde el año 1220, el famoso místico Tomás Gallo, de la Escuela de San Víctor, de París, llamado por el cardenal Richerio Gualla para ponerse al frente del monasterio de San Andrés que había fundado hacía poco el mencionado purpurado. Antonio no fue propiamente discípulo del famoso abad, pero aprovechaba los momentos libres para asistir a sus lecciones de teología mística, a consecuencia de lo cual se estableció entre ambos una santa familiaridad, de la cual habla el mismo Gallo: «Muchos han penetrado los misterios de la Santísima Trinidad, como lo he comprobado con Antonio, de la Orden de los Menores, en las relaciones familiares que he tenido con él. Poco instruido en las ciencias profanas, aprendió tan pronto la teología mística, que se abrasaba interiormente en un ardor celestial, y en lo exterior se iluminaba con una ciencia divina».
Algunas antiguas leyendas sostienen que Antonio fue profesor de teología de Tomás Gallo, pero no es probable que Antonio regentara en Vercelli una cátedra de teología, y mucho menos que el famoso abad de San Andrés se contara entre el número de sus discípulos. Lo único admisible es que Antonio, que había ido a Vercelli como predicador, tuviese al mismo tiempo, según costumbre en la Edad Media, conferencias sobre temas de Sagrada Escritura, a las cuales asistían los clérigos seculares y regulares de la ciudad, y, probablemente, el mismo abad. Hase y Heim pretenden que San Francisco mandó a Antonio a Vercelli como lector, apoyándose sobre el testimonio de algunas leyendas, pero éstas son demasiado tardías para que merezcan nuestra aprobación.
De la grande confusión existente entre los antiguos hagiógrafos sobre el particular, podemos entresacar como muy probable el hecho de que en Vercelli se puso todavía más en evidencia la preparación y capacidad intelectual del Santo, la cual, hermanada con su vida de piedad y altísima contemplación, le convertían en el profesor ideal de teología según la mente de San Francisco.
En efecto, cerciorado éste de la sabiduría y santidad de Antonio, y reconociendo al mismo tiempo la necesidad del estudio para el completo desenvolvimiento de la Orden, le mandó una carta, cuya autenticidad ha quedado probada, nombrándole lector de Sagrada Teología, concebida en los términos siguientes: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Con el beneplácito, pues, del santo Fundador, San Antonio fue el primer lector de la Orden Franciscana, desempeñando la cátedra de Teología en el Estudio de los Frailes Menores, de Bolonia.
Poco duró su magisterio en Bolonia, por cuanto las necesidades generales de la Iglesia le reclamaron en Francia para combatir la herejía albigense, que hacía estragos en el mediodía de aquella nación. Para contrarrestar la acción de los herejes se requería celo apostólico a toda prueba y un bagaje de ciencia nada común.
Apostolado en Francia
Hacía tiempo que la herejía albigense amenazaba adueñarse de todo el mediodía de Francia. Santo Domingo había trabajado incansablemente para reducir a los herejes, pero a pesar de su acendrado celo y de su actividad incansable, la herejía se mostraba cada día más pujante. Ante el informe de Arnaldo de Amalrico y Guido de Vaux Cernay, el Papa Inocencio III decidió reducirlos por la violencia, y a este fin expidió la Bula del 16 de noviembre de 1207, dirigida al rey Felipe Augusto y a todos los príncipes y señores, convocándoles a una cruzada contra los herejes, tanto más necesaria cuanto que algunos obispos eran sospechosos de herejía o simpatizantes con los herejes. La primera cruzada, capitaneada por Simón de Montfort, terminó con la famosa batalla de Muret (12 de septiembre de 1213), siendo la victoria de los cruzados. A pesar de ello, la herejía se afianzaba cada día y mostraba una vitalidad siempre creciente, por lo cual el Papa Honorio III escribía, el 14 de diciembre de 1223, al rey Luis VIII de Francia: «Vemos con dolor que los esfuerzos hechos hasta ahora para desarraigar esta herejía han sido casi inútiles; que ésta se extiende todavía más, de modo que puede contaminar a todo el reino… Por lo mismo os exhortamos y conjuramos por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, como príncipe católico, y como sucesor de príncipes católicos, a que ofrezcáis las primicias de vuestro reinado, abrazando en esta ocasión la causa de Cristo, can la seguridad de la ayuda espiritual y material de la Santa Iglesia Romana». El Papa, por su parte, movilizó a todos los predicadores que, por su celo, ciencia y santidad, fueran aptos para acometer una cruzada eficaz de apostolado para persuadir a los herejes de la falsedad de su doctrina. Para lograr este cometida escribió a la Universidad de París pidiendo predicadores doctos que enseñaran teología al clero secular y regular y adoctrinaran al pueblo. Entre los escogidos por el Pontífice figuraba San Antonio de Padua.
Magisterio apostólico
El Santo llegó a Francia hacia el año 1224, fijando su residencia en Montpellier, centro de la ortodoxia y en donde religiosos dominicos y franciscanos se preparaban para emprender una campaña de apostolado en los pueblos infectados por la herejía. Los dominicos fundaron allí un Estudio General, y los franciscanos siguieron su ejemplo, llamando a Antonio para regentarlo. Según el Liber Miraculorum, en Montpellier sucedió que un joven novicio quitó al Santo el comentario a los salmos, apostillado por el mismo, y del cual se servía en sus lecciones, huyendo del convento con aquel tesoro. Doliéndose Antonio de la pérdida del manuscrito, se puso en oración y al poco tiempo el novicio, arrepentido del hecho, se lo devolvió. La actividad de Antonio fue extraordinaria tanto en la cátedra como en el púlpito, ora teniendo conferencias públicas para el clero, ora discutiendo con los herejes.
La ciudad de Tolosa (Toulouse) se había convertido en foco de las actividades de los herejes, y la presencia de Antonio allí era más necesaria que en Montpellier. Llegó, pues, a esta ciudad hacia el año 1225, en calidad de lector de Sagrada Teología, con la misión de adiestrar a los Frailes Menores, residentes allí desde 1222, en las armas de la ciencia, y enseñarles a combatir las batallas intelectuales contra la herejía. Pero al mismo tiempo «tenía discusiones día y noche con los herejes, les exponía con grande claridad el dogma católico, refutaba victoriosamente sus prejuicios, revelando en todo una ciencia admirable y una fuerza suave de persuasión que penetraba en el ánimo de sus contrarios».
Corta fue su estancia en Tolosa, pues el mismo año de 1225 fue nombrado guardián del convento de Puy-en-Velay, en donde obró algunos milagros recogidos por el Liber Miraculorum. De allí pasó a Bourges, en el Berry, tomando parte activa en el Sínodo que se celebró en aquella ciudad el 30 de noviembre de 1225, en el cual, a pesar de las protestas del arzobispo Raimundo VII, se decretó la guerra contra los Albigenses, confiándola al rey de Francia, Luis VIII. Al parecer, el arzobispo de Bourges llevaba una conducta privada poco recomendable, y el Santo aprovechó aquella circunstancia para ponerlo al descubierto, obligándole a la penitencia y retractación de sus costumbres: «»A vos voy a hablaros, infiel a vuestra Iglesia (tibi loquar, cornute)», empezó el Santo, y se expresó con tanto ardor, y citó pasajes de la Sagrada Escritura tan explícitos e incontrovertibles, que el Arzobispo se conmovió profundamente, comenzó a llorar a lágrima viva y manifestó una piedad hasta entonces desconocida en él. Después de la clausura del Sínodo, llamó al Santo aparte, le descubrió la llaga de su alma, y en lo sucesivo fue más celoso en el servicio de Dios y adictísimo a los Frailes Menores» (Rigaldina).
Pasó luego al Limusin con el cargo de Custodio de Limoges, cargo que le permitía visitar los conventos confiados a sus desvelos y al mismo tiempo predicar a las muchedumbres. Los Frailes Menores se habían establecido en Limoges el año 1223, pero no es probable que Antonio estuviera allí por aquella fecha, por las exigencias cronológicas que hemos apuntado. Lo más probable es que llegó a Limoges en 1226, puesto que en dicho año instaló él a los Frailes Menores en una casa perteneciente a la Abadía de San Martín. En efecto, la Crónica de Pedro Coral, que fue abad de aquel monasterio en 1247, dice que Antonio, en 1226, recibió un local para vivienda de los Frailes Menores, pero yerra al decir que el Santo fue el primer Fraile Menor que llegase a aquella ciudad.
Una crónica manuscrita de San Marcial, de fecha desconocida, refiere que el Santo predicó su primer sermón en el cementerio de San Pablo, y el segundo en el monasterio de San Martín. Según Juan Rigauld, Antonio obró en Limoges algunos milagros, que ponen en evidencia su don de bilocación, y su poder sobre los elementos atmosféricos. En Saint Junien el demonio quiso impedir su predicación, y a este fin hizo que se derrumbase el púlpito de madera que se había improvisado en la plazuela de la iglesia. Pero entre los muchos milagros obrados por Antonio en tierras de Francia merece nuestra atención el que acaeció en Arlés, en Provenza, con ocasión de celebrarse allí el capítulo de los Frailes Menores. He aquí cómo lo refiere Tomás de Celano: «El hermano Juan de Florencia, nombrado por San Francisco ministro de los hermanos en la Provincia de Provenza, celebraba capítulo con ellos en dicha provincia; el Señor Dios, con su piedad acostumbrada, le abrió la boca para la predicación… También estaba presente en aquel capítulo el hermano Antonio, a quien el Señor abrió la inteligencia para que entendiese las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo palabras más dulces que la miel y el panal. Predicando él a los hermanos con todo fervor y devoción sobre las palabras «Jesús Nazareno, Rey de los judíos», el mencionado fray Monaldo miró hacia la puerta de la casa en la que estaban reunidos, y vio con los ojos del cuerpo al bienaventurado Francisco, elevado en el aire, con las manos extendidas en forma de cruz y bendiciendo a los hermanos» (1 Cel 48; LM 4,10).
No tenemos más que una idea incompletísima de lo que hizo San Antonio durante su permanencia en Francia. Nadie pone en duda que visitó el Mediodía, Montpellier y Tolosa; el Centro, es decir, Bourges y Limusin, y, finalmente, Provenza; pero de los prodigios que se le atribuyen, no podemos retener sino los atestiguados por Juan Rigauld.
Regreso a Italia
La tarde del 3 de Octubre de 1226 moría en Asís el Seráfico Padre San Francisco, y fray Elías, Vicario general de la Orden, comunicaba tan infausta noticia a todos los superiores de la Orden. De conformidad con las prescripciones de la Regla (2 R 8), según las cuales a la muerte del Ministro general los Ministros provinciales y Custodios debían proceder a la elección de sucesor en el capítulo de Pentecostés, Fr. Elías convocó a los frailes a capítulo para el día 30 de mayo de 1227. Ahora bien, San Antonio, que ejercía el cargo de Custodio de Limoges, como dice la Rigaldina, estaba obligado a asistir al Capítulo General en representación de los frailes de la Custodia y, en efecto, se puso en camino pasando por la Provincia de Provenza. Los antiguos biógrafos abandonan al Santo en su viaje a Italia, sin decir nada del tiempo en que lo emprendió, ni del itinerario que siguió.
No se lee tampoco en los antiguos biógrafos qué parte activa tomó el Santo en el Capítulo; sólo están de acuerdo en afirmar, directa o indirectamente, que fue revestido por el Capítulo General de 1227 con el cargo de Ministro provincial de Romaña. Así la Leyenda Assidua dice que en el capítulo de 1230 fue relevado de su cargo de Provincial, y la Leyenda Benignitas afirma que ejerció con éxito por varios años el ministerio de los frailes de la Provincia de Romaña. Menos informados estamos del celo desplegado por el Santo en su nuevo cargo y de su apostolado durante todo este tiempo hasta su llegada la Padua, a finales de 1229. Como Ministro provincial de Emilia Romaña estaba obligado a visitar con frecuencia los conventos de su Provincia, que abarcaba casi todo el norte de Italia, y su celo le obligaba a abrir otros nuevos en aquellas ciudades que lo solicitaban, o que las necesidades de la Iglesia reclamaban.
«A finales de 1229, entre otros hombres justos y religiosos llegó también Antonio a Padua… el cual había predicado la palabra divina con una elocuencia dulce como la miel en diferentes lugares de la Marca», dice Rolandino de Padua, cronista oficial de la ciudad, que escribió su Crónica en el año 1260, y añade: «En aquel tiempo mandó Dios a Padua de los confines de la Hesperia, y de los países de Occidente, esto es, de las tierras de Galicia, Sevilla y Lisboa al hombre religioso y santo de que hemos hablado, San Antonio, de la Orden de los Menores, que descendía de una familia noble y poderosa, célebre por sus virtudes y conocimientos literarios, arca del Antiguo Testamento y forma del Nuevo y, si me es lícito usar de esta expresión, poderoso en obras y palabras. Éste habitó corporalmente con sus hermanos de Padua; pero espiritualmente habitaba en el cielo. En la predicación que a menudo tenía en la ciudad y en los pueblos circunvecinos de Padua y aun de la Marca, tenía siempre su vista y más aún su pensamiento puesto en el cielo».
La ciudad de Padua le acogió con entusiasmo y alegría y el Santo, después de haber experimentado la fe, sinceridad y devoción de sus habitantes, se unió a ellos con vínculos de suave caridad, decidiendo permanecer allí para escribir sus Sermones dominicales.
En el Capítulo General de 1230
Cuando más absorto estaba en su tarea, tuvo que suspenderla temporalmente para asistir al Capítulo General convocado en Asís para el 25 de mayo de 1230, en el cual, además de la elección del Ministro General, debían ventilarse algunas cuestiones decisivas para el futuro de la Orden. En efecto, dos corrientes de opinión se delineaban en el seno de la Orden ya en vida del Fundador, y que se acentuaban cada día más: la de aquellos que deseaban seguir fielmente el ideal de la vida franciscana, observando la Regla a la letra, sin comentarios ni atenuaciones, y la de los otros que, considerándola demasiado austera y superior a las fuerzas humanas, querían introducir algunas modificaciones, sobre todo en los puntos referentes a la pobreza.
Juan Parenti, Doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia, entonces Ministro General, capitaneaba a los conservadores, mientras fray Elías era considerado como el caudillo de los progresistas. El choque entre los dos partidos debía producirse necesariamente, y la ocasión propicia fue el citado Capítulo General.
Cuando el Papa Gregorio IX estuvo en Asís, el 16 de julio de 1228, para la solemne canonización de su gran amigo Francisco, encargó a fray Elías levantar en el Colle de l’Inferno de Asís una Basílica que encerrara el sepulcro del Santo Fundador. Fray Elías tomó tan a pecho este encargo, que en la primavera del año 1230 estaba terminada la iglesia inferior, y el Papa autorizaba la traslación de las reliquias de la iglesia San Jorge a la nueva Basílica. Para dar más realce a la solemne ceremonia, se había fijado una fecha que coincidiera con la presencia de todos los capitulares en Asís, ávidos de rendir su postrer homenaje a su Padre y Fundador. Pero Elías, arrogándose un poder que no tenía, concedió permiso a todos los frailes de la Orden para que asistieran a dicho acto, y, por consiguiente, estuvieran presentes en el Capítulo General, oponiéndose con ello a lo preceptuado por la Regla, que sólo autorizaba la asistencia de los Ministros provinciales y Custodios. Como era natural, Juan Parenti revocó aquella orden, y fray Elías, como acto de represalia y con el acuerdo de las autoridades de la ciudad, anticipó en tres días la solemne ceremonia, privándose con ello a muchos Provinciales de asistir a la misma.
No obstante la prohibición de Juan Parenti, muchos religiosos, fundándose en el permiso otorgado por fray Elías, se hallaron presentes en el Capítulo General, empeñados en elegir a fray Elías para el cargo de Ministro General de la Orden con el voto en contra de los Provinciales. A este fin fueron a buscar a fray Elías en su celda y lo llevaron en hombros a la puerta de la sala capitular, y penetrando allí con violencia, le colocaron en el lugar reservado al Ministro General. Antonio protestó de aquel acto, pero en vano. Entonces Juan Parenti se despojó de su hábito a la vista de todos, impresionando de tal modo a los autores de aquel desorden que, movidos a penitencia, se arrepintieron de su indigno proceder. El mismo fray Elías se recluyó voluntariamente en un eremitorio dejándose crecer el cabello y la barba en señal de penitencia (Eccleston).
Este hecho demostraba claramente la escisión existente en la Orden y la disparidad de criterios reinante en torno al problema de la pobreza franciscana. Los capitulares comprendieron la gravedad del problema y decidieron someterlo al juicio supremo de la Iglesia. A este fin enviaron una comisión al Papa, pidiéndole una exposición auténtica de la Regla; la comisión estaba formada por fray Juan Parenti, Ministro General, San Antonio, fray Gerardo Rusiñol, penitenciario del Papa, fray Haimón, que después fue Ministro General, fray León, más tarde arzobispo de Milán, fray Gerardo de Módena y fray Pedro de Brescia. Contaron al Papa el incidente del capítulo, provocado por Fray Elías despechado por la revocación de su orden que autorizaba la asistencia al Capítulo a todos los frailes, y que por el mismo motivo había hecho trasladar las reliquias del Seráfico Padre antes de la fecha señalada. El Papa se disgustó mucho y se irritó vivamente contra fray Elías, hasta que oyó hablar de su penitencia voluntaria (Eccleston).
Crónicas posteriores añaden que el Papa al enterarse del grave escándalo, llamó a Roma a todos los capitulares, incluso a fray Elías. San Antonio condenó delante del Papa la conducta de Elías y sus ideas avanzadas sobre la interpretación de la Regla, al cual contestó violentamente fray Elías diciendo: «Mientes, y tus aserciones son falsas». El Papa se incomodó ante la arrogancia de Elías, y dirigiéndose a todos los religiosos allí presentes les felicitó por su enérgica defensa de la Regla, y en particular a Antonio le dijo: «Y tú, fray Antonio, verdadera Arca del Testamento, en la cual reposan las Tablas de la Ley y los tesoros de la Sabiduría, quedas libre de todas las obligaciones de la Orden… invitándote a que te dediques sólo a la oración y a la composición de tus sermones».
Ignoramos hasta qué punto sean verídicas estas noticias legadas por Eccleston, la Crónica de los XXIV Generales y el Speculum Vitae; pero casi la totalidad de los historiadores modernos les atribuyen un fondo de verdad, sobre todo al relato de Eccleston, aunque en algunos detalles contengan anacronismos y falsedades. Contra el P. Facchinetti, creemos que el viaje que hizo Antonio a Roma o a Anagni, y que refiere el primer biógrafo, coincide con el que ahora hemos citado: «El General de la Orden -dice la Assidua 10,1-2-, por una apremiante causa de la familia franciscana, envió a Antonio a la curia papal. Tal favor le concedió el Altísimo ante los venerables príncipes de la Iglesia, que sus sermones eran escuchados con ardentísima devoción por el sumo Pontífice y por todo el Colegio cardenalicio. Y en verdad, tales y tan profundas razones sacadas de la Sagrada Escritura salían de su boca, que el mismo Papa llegó a llamarlo, en conversación privada, «Arca del Testamento»».
¿Cuál fue la actitud de Antonio en la lucha que se había entablado en el seno de la Orden? Ángel Clareno ( 1337) afirma que fray Elías le persiguió y llegó hasta a maltratarlo; Eccleston y los otros cronistas citados lo presentan como uno de los jefes de la Observancia; los historiadores modernos no andan de acuerdo, pero del examen de los hechos y de su actuación antes y después del Capítulo General, podemos concluir que el Santo se situó en un término medio entre los dos partidos en litigio. «Desde su primera iniciación en la vida religiosa, había conservado sin duda la impresión de que la Regla, tal como la había concebido San Francisco, no era un tesoro intangible, ni la única norma de perfección; mas alcanzaba perfectamente que, dadas las necesidades del siglo y el desarrollo extraordinario de la familia franciscana, era útil modificar aquella Regla en ciertos puntos» (Lepitre), siempre y cuando la Santa Sede lo juzgara conveniente. Por lo mismo se puede admitir, dice Facchinetti, que de ningún modo se opuso el Santo a las modificaciones pontificias introducidas autorizadamente en la Regla por la famosa Bula Quo elongati, del 28 de septiembre de 1230, que Gregorio IX había promulgado para poner término a las disensiones intestinas de la Orden; que aceptase la declaración hecha por el mismo Papa en la citada Bula, según la cual las prescripciones contenidas en el Testamento del Fundador no tenían fuerza de precepto, sino sólo de consejo; y que ya antes, como resulta de otras dos Bulas, hubiera pedido y obtenido de la Santa Sede autorización para recibir en uso de sus frailes del convento de Bassano una iglesia y los bienes anexos de la misma, bienes que «quedaban bajo la protección de San Pedro».
San Antonio pertenecía, pues, al número de aquellos que eran partidarios de una observancia mitigada de la Regla, situándose en un término medio entre los maximalistas y los minimistas, es decir, entre los fanáticos celantes de la Regla, que terminaron por declararse en rebeldía contra los superiores y el Papa, y los relajados, y ésta fue la posición que adoptaran más tarde San Buenaventura, San Bernardino de Siena y otros santos. El mejor y más autorizado expositor de la Regla, según San Antonio, era el soberano Pontífice, y a él pertenecía dar una declaración auténtica de las cuestiones que dividían a los Menores en dos bandos.
Actividades de Antonio en Padua hasta su muerte
Después de su activa intervención en el Capitulo citado, y libre ya de su cargo de Ministro Provincial, Antonio regresó a Padua. Se ignora el día y el mes de su llegada a la ciudad, pero fue sin duda hacia los meses de agosto-septiembre del año 1230, o poco después, si admitimos la opinión de Eccleston, según el cual Antonio estuvo un corto tiempo en el monte Alverna.
El Santo volvía a su querida Padua, quebrado por el trabajo y minado por la enfermedad, para descansar de sus fatigas y dedicarse preferentemente al estudio. A este fin, desde su llegada a Padua y hasta la cuaresma de 1231, interrumpidas sus tareas apostólicas durante todo el invierno, se consagró al estudio y, secundando los ruegos del Cardenal de Ostia, Rinaldi dei Conti, protector de la Orden y más tarde Papa con el nombre de Alejandro IV, compuso los Sermones festivos. La soledad y el retiro del convento de Arcella invitaban al recogimiento y al estudio necesarios para llevar a feliz término la composición de una obra de tan vastas proporciones. En Arcella tenían los franciscanos una residencia dependiente del convento de Santa María de Padua, en la que moraban algunos frailes para el servicio espiritual de las Clarisas. En 1229, y tal vez a instancias del Santo, se había abierto dentro de la ciudad ese convento de Santa María, pero es probable que durante su primera permanencia en Padua Antonio residiera en el hospicio de Arcella, lugar muy retirado y muy apto para dedicarse al estudio.
Al llegar la cuaresma, Antonio suspendió el estudio para consagrarse de nuevo con todas sus fuerzas a la evangelización del pueblo. Era tan vivo el celo que devoraba su corazón -dice la Assidua 11,6-7-, que se propuso predicar durante cuarenta días continuos, y lo llevó a cabo, a pesar de la maligna hidropesía que le aquejaba. Predicaba, enseñaba y oía confesiones todo el día, olvidándose de sus dolencias físicas, hasta el punto que a veces permanecía en ayunas hasta la puesta del sol. El pueblo de Padua y de los alrededores corría presuroso a escucharle, disputándose un puesto en el auditorio. No pudiendo las iglesias de la ciudad contener la enorme multitud, fue necesario habilitar prados espaciosos y vastos para no excluir a nadie. Frecuentemente el número de asistentes a sus sermones rayaba en los treinta mil; los comerciantes cerraban sus tiendas para ir a oírle y no las volvían a abrir hasta terminado el sermón. Tanto era el entusiasmo que despertó el Santo, que muchos se levantaban a medianoche paro ocupar un puesto de preferencia. Ilustres caballeros y nobles damas, acostumbrados a dormir en camas muelles y blandas hasta bien entrado el día, acudían al lugar del sermón antes de amanecer, provistos de antorchas, sin dar señales de cansancio o sueño. El primero en acudir era siempre el obispo de Padua, Jacobo Conrado, con sus clérigos, dando ejemplo de profunda humildad al ir a escuchar al prodigioso misionero (Assidua 13,1-8).
Sucedía a menudo que el pueblo entusiasmado se abalanzaba sobre él pugnando por recortar pedazos de su hábito que guardaba en grande veneración. Por lo mismo, y para atajar estas escenas, una vez terminado el sermón, desaparecía ocultamente o esperaba a que la gente se hubiera marchado, siendo necesario casi siempre protegerle con una numerosa escolta de hombres valientes que impedían acercársele (Assidua 13,9). Envidioso el demonio del apostolado fructífero del Santo, quiso acallar aquella voz, intentando ahogarle mientras una noche tomaba el necesario descanso. Ante el peligro, Antonio acudió confiadamente a María, invocándola devotamente; se signó la frente con la señal de la Santa Cruz y el demonio le dejó libre (Assidua 12).
Nunca la ciudad de Padua había vivido días de tanta conmoción religiosa como aquella cuaresma de 1231. «Su palabra restituía la paz a los enemigos, hacía que se devolviese la libertad a los cautivos y que se restituyese lo que se había quitado con violencia o usura. Llegaron aquellas gentes a hipotecar casas y tierras para procurarse dinero, que ponían luego a los pies del Santo para llevar a cabo las restituciones que aconsejaba. A su voz abandonaban las meretrices su vida de infamia; y los ladrones, famosos por sus fechorías, respetaban en lo sucesivo los bienes ajenos» (Assidua 13,11-12).
En efecto, aunque los paduanos tenían una fe viva, con todo, el bienestar y las riquezas les habían arrastrado a la sensualidad, de tal modo que, cuando faltaba el dinero para las orgías, se veían precisados a recurrir a los prestamistas, a los cuales pagaban réditos exorbitantes. La ciudad era presa de la usura. Antonio, con una vehemencia que nos recuerda a San Bernardo y aun a Savonarola, atacó a los ricos prepotentes, a los capitalistas infames, a los avaros sin conciencia y a los usureros despiadados, a los cuales llamaba carnívoros, lobos rapaces, porque con la rapiña y el fraude pisoteaban fría y cínicamente las fatigas del obrero, los sudores de los artesanos, las lágrimas amargas de los huérfanos y viudas. He aquí algunas expresiones de los Sermones del Santo contra los usureros: «La infamia de estos peludos llena ya todo el mundo… son langostas… reptiles, enemigos emboscados…». Esta enérgica campaña de Antonio contra la usura dio por fruto el célebre Estatuto del 15 de marzo de 1231 en favor de los deudores insolventes.
El odio, el rencor y la disensión eran otras plagas mortales que habían teñido en sangre muchas veces las calles de la ciudad. Discusiones internas entre los diversos barrios de la ciudad y luchas entre los señores y el pueblo, por una parte, y por otra la eterna lucha entre Güelfos y Gibelinos. Padua pertenecía al partido de los Güelfos; pero frente a ella se levantaba Verona, su rival, entregada al despotismo de Ezzelino III. La guerra entre ambas ciudades estalló, y el Conde Ricardo de Sanbonifacio, caudillo de los Güelfos, con muchos de sus partidarios, cayó prisionero de Ezzelino. En septiembre del mismo año, el alcalde de Padua, Esteban Badoaro, al frente de sus tropas paduanas, marchó contra Verona y sitió la ciudad obligando a Ezzelino a la fuga. Pero a pesar de ello no se obtuvo la libertad de los prisioneros, temiéndose justamente que fueran víctimas de la ferocidad de Ezzelino.
Antonio no podía permanecer indiferente ante la suerte de sus queridos paduanos y, o bien a instancias de su amigo el B. Jordán Forzaté, abad del Monasterio de San Benito de Padua, o por ruegos de los amigos del conde de Sanbonifacio, o inspirado por Dios, se dirigió a Verona y suplicó larga y vivamente a los dirigentes de Lombardía, al podestà de la ciudad y al mismo señor Ezzelino y a sus consejeros la libertad de sus compañeros de desventura… Pero las oraciones, por más justas y santas que ellas sean, no alcanzan nada allí donde falta aún el más insignificante hálito de caridad. Vuelto a Padua sin haber sido oído, el Santo quiso vivir en la contemplación, retirándose a un lugar casi desierto.
Entre el cielo y la tierra
El lugar de retiro escogido por Antonio era Camposampiero, donde los Menores tenían un eremitorio cerca del castillo de su amigo el Conde Tiso de Camposampiero. Rodeando el castillo había un espeso bosque y en él un nogal gigantesco con un tupido ramaje en forma de corona. El Santo, movido por divina inspiración, pidió por caridad se le construyese una celdita entre la enramada del árbol, como lugar apartado para el silencio y apto para la meditación. Apenas el noble caballero conoció el deseo del Santo puso personalmente manos a la obra, construyendo en el árbol una celdita para el Santo, y otras dos semejantes, pero más reducidas, para dos compañeros de Antonio. Allí pasó Antonio los últimos días de su vida. Aparte del sabor poético de la escena, el hecho nos recuerda que los monjes y los pájaros son hermanos. Las alondras y las tórtolas amaban a San Francisco, y es probable, aunque las florecillas no lo cuenten, que los pajaritos no huyesen del árbol cuando Antonio subía en él. Nuestro Santo, el cantor de las glorias del Rey y de la Reina de los cielos, en aquel lugar elevado, creíase más cercano al cielo, hacia donde se disponía a partir luego. «En el fondo de su celda verdeante llevaba Antonio una vida celestial, y como abeja inteligente se nutría con el jugo balsámico de la Sagrada Escritura y se consagraba por completo a la meditación. Esta fue su última morada entre los mortales, y desde allí remontaba su vuelo hacia la patria celestial» (Assidua 15,3-8).
Amante como era de la vida regular, bajaba todos los días de su elevada celda para tomar la refección con sus hermanos; pero cierto día, habiendo descendido del nogal como de costumbre a la llamada de la obediencia, y tomando su frugal comida con sus hermanos de religión, le asaltó de improviso un malestar general que paralizó sus energías. Con la ayuda de los hermanos se levantó de la mesa, y no pudiendo tenerse en pié, fue colocado sobre una cama de sarmientos. Agravándose en su enfermedad y presintiendo su próximo fin, llamó a Fr. Rogerio y le dijo: «Hermano, con tu bendición iría al convento de Santa María de Padua para no ser gravoso a estos pobres frailes». Fr. Rogerio accedió a sus deseos, y he aquí que hallándose la comitiva cerca de Padua, les salió al encuentro Fr. Vinnoto, que iba a visitar al Santo, el cual, viendo el estado gravísimo de Antonio, les aconsejó que en vez de seguir para la ciudad se quedaron en el convento de Arcella. La razón que aducía era que el enfermo gozaría allí de mayor tranquilidad, mientras que su presencia en el convento de Santa María del interior de la ciudad, atraería gran concurso de pueblo (Assidua 17,3-10).
Adiós al mundo
En Arcella la enfermedad minaba constantemente la salud del Santo y se temía un pronto y fatal desenlace. Antonio así lo comprendió, y pidió un religioso para confesarse; poco después se le administró la Sagrada Comunión como Viático. Al contacto del Cuerpo de Cristo el Santo recobró sus energías y entonó su canto predilecto a María: Oh gloriosa Domina, excelsa super sidera. Bañados sus ojos en lágrimas y fija su mirada hacia un punto luminoso, invisible para los allí presentes, Antonio sonreía beatíficamente al par que murmuraba unas palabras ininteligibles. El religioso que le asistía de cerca, inclinándose hacia el Santo, le preguntó en la intimidad qué cosa veía, al cual respondió Antonio: «Veo a mi Señor». Próximo a expirar recibió con grandísima devoción el sacramento de la Extremaunción, dirigiendo algunas palabras al sacerdote que se lo administraba. Después alargó los brazos, juntó las palmas de las manos en actitud humilde y alternaba con los religiosos en el rezo de los salmos penitenciales. Al terminar entró por espacio de media hora en un profundo éxtasis; vuelto en sí miró por última vez a los presentes, les sonrió beatíficamente y aquella alma santísima, desligado de los lazos de la carne, fue absorbida en los abismos de los resplandores divinos. Era viernes, día 13 de junio del año 1231 (Assidua 17,1.11-15).
Sicco Polentone describe el aspecto exterior de San Antonio diciendo: «Antonio permaneció virgen toda su vida. Tenía el color moreno, porque los españoles, vecinos de los moros, son todos de color moreno. Su estatura era inferior a la mediana; pero corpulento e hidrópico. Su fisonomía era delicada y tenía tal expresión de piedad, que, desde luego, sin conocerle, se adivinaba en él un carácter apacible y santo. Su carne, que en vida era morena y rugosa por el hecho de su origen español, por su austerísima vida y también por razón de su estado enfermizo, se tornó blanca y delicada después de su muerte. Esta, en vez de alterar sus rasgos y su mirada, volvió más serena y beatífica su expresión, de forma que parecía no ya difunto, sino vivo y dormido» (Lepitre).
¿Dónde descansará su cuerpo?
Los religiosos de Arcella habían previsto que surgirían dificultades por razón del lugar de la sepultura del Santo, como realmente sucedió. Las Clarisas hubieran preferido conservarlo en su pequeña iglesia, pero se oponía la expresa voluntad de Antonio, que había manifestado poco antes de su muerte el deseo de ser enterrado en el convento de Santa María, en el interior de la ciudad. Aquellos religiosos, sin saber qué partido tomar, optaron por el momento guardar silencio sobre su muerte, esperando la decisión de los superiores mayores. Pero su precaución fue inútil, por cuanto la noticia de su muerte se propaló inmediatamente, y los niños de Padua empezaron a recorrer las calles gritando: «¡Ha muerto el Santo! ¡Ha muerto San Antonio!» Los paduanos corrieron a Arcella, pero los habitantes del barrio Capo di Ponte, en donde se hallaba el convento de Arcella, pusieron guardia para impedir que los paduanos se adueñaran del cadáver. A la noticia de la muerte, acudieron los religiosos del convento de Santa María para hacerse cargo del cadáver, pero se vieron obligados a retroceder ante la actitud hostil de la guardia. Apelaron al Obispo y al Podestà, que se pusieron a su lado, pero los de Capo di Ponte juraron perderlo todo antes que ceder el cuerpo del Santo. El pueblo no cesaba de afluir constantemente a Arcella, y por temor a que robaran el cadáver se vieron precisados los frailes a cerrar el convento. Como la estación era calurosa, los frailes pensaron darle sepultura en secreto de forma provisional, pero en mala hora, porque corrió entre el pueblo la voz de que iban a robar el cuerpo, y los de Capo di Ponte penetraron en el convento con armas y bastones, obligándoles a desenterrar el cadáver. A la llegada del Ministro Provincial, que falló en favor del convento de Santa María, se dispuso el traslado al mismo de las reliquias, tomando las autoridades civiles toda suerte de precauciones para impedir un levantamiento armado de los habitantes de Capo di Ponte. El Obispo levantó el cadáver, se organizó una solemne comitiva fúnebre, se celebraron solemnes exequias y el cuerpo glorioso de Antonio recibió sepultura en la Iglesia de su amado convento de Santa María de Padua el martes día 17 de Junio. Los pormenores de esta lucha en torno al cuerpo del Santo se describen largamente en la Leyenda Assidua.
Quiso Dios glorificar el sepulcro de su siervo Antonio obrando multitud de milagros, que refiere con entusiasmo el autor de la leyenda Assidua, convirtiéndose desde el primer día en meta de constantes peregrinaciones. «Entre los peregrinos -dice la Assidua-, además de los Venecianos, de la comarca de Treviso, de Vicenza y de Lombardía, habíalos de Aquileya, y aun eslavos, alemanes y húngaros». Como cosa digna de tenerse en cuento, refiere que «los enfermos que iban a Padua para recuperar la salud no eran oídos cuando se resistían a reconciliarse con Dios por medio de la Penitencia. Por el contrario, aquellos que se acercaban devotamente al santo tribunal y proponían resueltamente vivir de conformidad con el santo Evangelio, casi siempre regresaban curados de sus dolencias como pueden atestiguar aquellos que presenciaron tales milagros» (Assidua 26,19-22).
Canonización del Santo
Era natural que esta continua sucesión de milagros despertara en las autoridades el deseo de preparar la canonización de Antonio. Apenas transcurrido un mes de su muerte, el clero y el pueblo de Padua la pedían con insistencia. El obispo, Jacobo Conrado, incoó un proceso local, después de haber ordenado una investigación sobre los milagros que se atribuían al Santo, entregándolo al Papa Gregorio IX. Éste, después de haber oído al Colegio Cardenalicio, nombró una comisión encargada de examinar la autenticidad de aquellos milagros, integrada por los abades de los monasterios de San Benito y San Agustín de Padua, y por los padres dominicos Juan y Jordano. Una vez cumplido este requisito, se creó una comisión formada por los prohombres de la ciudad para que fueran a Roma a pedir al Papa la canonización de Antonio. El Papa reunió de nuevo a los Cardenales, sometiendo a su examen el elenco de milagros presentados por la comisión de Padua. Algunos de los Cardenales eran de parecer que debía diferirse la canonización del Santo para que no se tildara a la Santa Sede de precipitación en asunto tan grave, pero una visión misteriosa les convenció pronto de lo contrario (Assidua 28).
Habiéndose, pues, llegado a unanimidad de pareceres entre los Cardenales, comprobada la autenticidad de los milagros, y aumentando cada día más las peticiones del pueblo a este respecto, Gregorio IX, hallándose en Espoleto, inscribió solemnemente a Antonio en el catálogo de los santos el 30 de mayo de 1232, día de Pentecostés, antes de que se cumpliera el primer aniversario del fallecimiento del Santo. Refiere el Liber Miraculorum que, terminado el canto del Te Deum, el soberano Pontífice entonó la antífona propia de la liturgia de los Doctores de la Iglesia: «Oh doctor admirable, luz de la Iglesia santa, bienaventurado Antonio, fiel cumplidor de la ley, ruega por nosotros al Hijo de Dios», proclamando al mundo la heroicidad de las virtudes de Antonio y la sabiduría de aquel a quien años antes había llamado Arca del Testamento.
[Luis Arnaldich, o.f.m., San Antonio, Doctor Evangélico. Barcelona, Editorial Seráfica, 1958, pp. 15-16 y 29-80.