Aprovechando esta gran fiesta para nuestra Orden y en especial para cada una de las clarisas, franciscanas y capuchinas que tienen a Santa Clara por Madre, os traemos esta preciosa carta, escrita desde la distancia a una hermana y amiga. Su tono profundamente evangélico y bíblico te hará vibrar.
A quien es la mitad de su alma y relicario de su amor entrañable y singular, a la ilustre reina, a la esposa del Cordero, el Rey eterno, a doña Inés, su madre carísima e hija suya especial entre todas las demás, Clara, indigna servidora de Cristo e sierva inútil de las siervas de Cristo que moran en el monasterio de San Damián de Asís, le desea salud, y que cante, con las otras santísimas vírgenes, un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y que siga al Cordero dondequiera que vaya (cf. Ap 14,3-4).
¡Oh madre e hija, esposa del Rey de todos los siglos!, aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, ni creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos suavemente en las entrañas de tu madre. Este ha sido el impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos. Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de júbilo contigo en el gozo del Espíritu (cf. 1 Tes 1,6), oh esposa de Cristo, porque tú, como la otra virgen santísima, santa Inés, habiendo renunciado a todas las vanidades de este mundo, te has desposado maravillosamente con el Cordero inmaculado (cf. 1 Pe 1,19), que quita los pecados del mundo (cf. Jn 1,29).
Feliz ciertamente aquella a quien se le concede gozar de este banquete sagrado (cf. Lc 14,15; Ap 19,9), para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial: puesto que Él es el esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), el reflejo de la luz eterna y el espejo sin mancha (cf. Sab 7,26). Mira atentamente a diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro, para que así te adornes toda entera, interior y exteriormente, vestida y envuelta de cosas variadas (cf. Sal 44,10), adornada igualmente con las flores y vestidos de todas las virtudes, como conviene, oh hija y esposa carísima del supremo Rey. Ahora bien, en este espejo resplandece la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como, con la gracia de Dios, podrás contemplar en todo el espejo.
Considera, digo, el principio de este espejo, la pobreza de Aquel que es puesto en un pesebre y envuelto en pañales (cf. Lc 2,12). ¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es acostado en un pesebre. 22Y en medio del espejo, considera la humildad, al menos la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y al final del mismo espejo, contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el mismo del género de muerte más ignominioso de todos.
Por eso, el mismo espejo, puesto en el árbol de la cruz, advertía a los transeúntes lo que se tenía que considerar aquí, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! (Lam 1,12); respondamos, digo, a una sola voz, con un solo espíritu, a quien clama y se lamenta con gemidos: ¡Me acordaré en mi memoria, y mi alma se consumirá dentro de mí! (Lam 3,20). ¡Ojalá, pues, te inflames sin cesar y cada vez más fuertemente en el ardor de esta caridad, oh reina del Rey celestial!
Además, contemplando sus indecibles delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando a causa del deseo y amor extremos de tu corazón, grita: ¡Llévame en pos de ti, correremos al olor de tus perfumes (Cant 1,3), oh esposo celestial! Correré, y no desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega (cf. Cant 2,4), hasta que tu izquierda esté debajo de mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente (cf. Cant 2,6), hasta que me beses con el ósculo felicísimo de tu boca (cf. Cant 1,1). Puesta en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre, sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la tablilla de mi corazón (cf. Prov 3,3; 2 Cor 3,3), teniéndote por la más querida de todas.
¿Qué más? En cuanto al amor que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua del espíritu. ¡Oh hija bendita!, porque la lengua de la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito de manera semiplena. Te ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas letras al menos el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia ti y tus hijas, a las cuales encomiéndanos mucho en Cristo a mí y a mis hijas. También estas mismas hijas mías, y principalmente la prudentísima virgen Inés, nuestra hermana, se encomiendan en el Señor, cuanto pueden, a ti y a tus hijas.
Que os vaya bien, carísima hija, a ti y a tus hijas, y hasta el trono de gloria del gran Dios (cf. Tit 2,13), y orad por nosotras.
Por las presentes recomiendo a tu caridad, en cuanto puedo, a los portadores de esta carta, nuestros carísimos el hermano Amado, querido por Dios y por los hombres (cf. Eclo 45,1), y el hermano Bonagura. Amén.