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El otro día durante el recreo de la noche, contemplábamos la luna llena, grande…preciosa. Cuando los últimos rayos del sol se posan sobre el campanario de la Iglesia, comienza la luna a presentarse tímida del otro lado. El espectáculo de color y el canto de los pájaros que habitan nuestra huerta hacen nuestras delicias.

A alguien escuché una vez decir que en los realities de televisión todo se magnifica, la atmósfera cerrada de las casas que sirven de anfitrionas, hacen que el poco contacto con el mundo y con las zonas de confort conocidas, “magnifiquen los sentimientos”. La cabeza puede jugar malas pasadas en situaciones extremas.

En el monasterio las cosas se magnifican de otra forma, no es el encierro lo que hace que afloren sentimientos que desembocan en reacciones poco conocidas, incluso sorprendentes. En cambio es el silencio y la quietud el clima idóneo para abrir aquietar nuestros sentidos, calmarlos y enamorarlos del canto del ruiseñor, o la clara luz de la luna.

La hermana postulante se ausenta por un momento sin que la echásemos en falta y trae el móvil de la portería.

-Madre traigo el teléfono móvil. La luna está preciosa, ¿una foto a ver cómo queda?

Se encargó de hacer casi 30 fotos. En todas la luna quedaba como un punto de luz en un oscuro cielo. Nada más que un punto.

La decepción se avizoraba en sus ojos… -¿Será posible?

Otra hermana más joven exclama: – Claro, es que no estás haciendo la foto con la lente adecuada, la cámara importa.

Luego lo llevé a la oración. A veces mirar los acontecimientos con la lente adecuada, es lo que marca la diferencia. Si somos capaces de mirar con una mirada más alta y santa que nosotros, sacaremos más partido a la luz de la luna, al canto de los pájaros, al sol que nace cada mañana.

-¡Regálame Señor el mirar el mundo con tus ojos! Tu mirada, tu forma de vernos, cambia mi historia, y la historia de muchos que como yo, peregrina en el mundo, busca el Sol radiante, el Sol verdadero como única luz para sus días.