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—¡Soy pobre mamá! Le decía a través de las rejas del locutorio; ella me miraba sin entenderlo muy bien. —Bueno hija, solo quería regalarte estos bombones por Pascua, pero me los llevo de vuelta. —Cuando me traigas algo, que no sean bombones tan caros. Solo eso. Ese día me sentí abrumada por la idea de que mi madre se sintiera triste o confundida ante mi negativa de aceptar los bombones. Yo me consideraba pobre, así nos quería San Francisco. Para eso, he de reconocer que era bastante estricta para mis adentros, y siempre veía la oportunidad de corregir a alguna hermana en la práctica de la pobreza. —¡Debemos ser más pobres Hermana Clara! ¡La pobreza Hna. Juana! Una y otra vez, daba lecciones de pobreza y austeridad como si fuera esa sola dimensión, todo lo que estábamos llamadas a vivir. Pero la vida es un día y otro sobre otro… hasta que llega el momento de aprender. Es verano en Castilla-León y el viento este año es caluroso en demasía. No recuerdan las mayores ningún año con más calor. Nuestra Madre para palearlo ha decidido que bajemos todas a las celdas que quedan vacías en la primera planta. Su lógica es aplastante, abajo al recibir menos directamente el calor del sol, es más fresco, además, la planta baja está construida con muros más gruesos, así que en verano ahí, hay menos temperatura. —Coge por favor Sor María Paz la última celda de esta ala. —Perfecto Madre, allá voy. Me hice con todo lo que pensaba necesitar para la temporada estival: libros, una estatuilla de la Virgen y una pilita de agua bendita hecha en casa con material reciclado. Me dirigí con premura a la última celda del ala oeste en el claustro bajo. No la conocía, pero supuse que sería igual a la mía, poco más o menos. Pues no, me llevé un chasco grande. En la habitación faltaba mi lámparita de noche, con las que leía mis últimas lecturas antes de encomendar mi sueño y descanso a San José, faltaba la esterilla para poner los pies por las mañanas, me faltaba la gran cruz de madera que coronaba mi cama y para más contrariedades el colchón era durísimo. ¡Vaya celda me ha tocado! Me acomodé como pude en aquella celda que no me gustaba nada. Al día siguiente, por la mañana, mi cara no era de completa alegría, un colchón más duro de lo habitual, la falta de una gran cruz, una esterilla y una lamparita que fallaba de vez en cuando, me habían arrebatado la paz. La tarde llega repleta de sol y en la llanura de Cigales, hasta los pájaros han decidido tomar un respiro y duermen la siesta. Me levanto a Nona corriendo, porque he quedado en el locutorio con mi madre y mi hermana después del rezo. Me traen a conocer a Tamara, la más pequeña de casa e hija de mi hermana. Estoy emocionadísima y feliz por ser tía. Todo transcurre como siempre, entre risas y más risas. Mi madre está alegre, me cuenta sobre la cuna que han comprado a la pequeña Tamarita. —Pues si supieras como te envidio Tamara. Y conté a todo lo difícil que estaba siendo el periplo del cambio de habitación en el convento. —Lo más duro es la cama, sin duda. —Pero ¿que es hija? ¿Es de piedra la cama? —¡Qué exageración mamá! Es una cama normal, pero más dura de la que uso en el piso superior. —¡Ah! Insistí varias veces en la idea de dejar claro mi incomodidad. Que si la esterilla, que si ya no puedo leer sin lamparita, que, que, que… —¡Ah! No lograba sacar nada más de mi madre que aquel lacónico !Ah! Casi aquella actitud me molestaba casi tanto como no tener esterilla. No sé de qué forma y por qué, mi YO interior se reveló y solté sin pensarlo aquella frase que sería el principio de mi camino de vuelta. —¿No dices nada, mamá? —Hija, eres pobre para los bombones y pobre para aceptar con agradecida alegría la cama dura, la ausencia de esterilla, el no tener una lámpara para leer… Cuando se es pobre, se es pobre para todo. Creo que algo importante de la pobreza de Cristo, la misma que abrazáis libremente las monjas, es aceptar con alegría lo poco o mucho que tengas; y eso, con la misma alegría que si lo tuvieses todo. Aquella noche, mi madre había entregado los rechazados bombones a la abadesa. Los tomamos luego de postre en la cena. Me supieron deliciosos; los comía mientras retumbaban las palabras de mi madre en mi cabeza…”aceptar con alegría”. ¡Qué lección! Volví a mi celda después de completas con la cabeza en el cielo y el corazón feliz, Dormí como nunca, me desperté temprano y hasta disfrute del frío del suelo antes de enfundarme las sandalias. Aquel no tener lo que consideraba imprescindible, me habría a la dimensión de abrazarlo todo libre y alegremente por amor a Cristo. Aquella semana nos habían encomendado un asunto importante para que rezáramos, ofrecí aquel vaciamiento mi “YO” por aquella intención. ¡Qué bello es ser pobre! ¡Enséñanos Jesús a cultivar el corazón desprendido de todo, como el Tuyo!