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Tras la muerte de Moisés, Josué tomaba el mando y la dirección de pueblo de Israel hasta Canaán (Josué 10). Si le hubiéramos preguntado a Moisés, seguro que hubiera dicho entre otras cosas: !Pueblo de dura cerviz!. 

Israel, sinceramente, era un pueblo de difícil pronóstico. Como ninguna otra nación en la tierra había visto y experimentado el poder y amor de Dios. Pero insistía en alejarse de él, en enrollarse en cosas que no le santificaban. Era una nación murmuradora, olvidadiza, débil e infiel. En contraparte, a pesar de todo, más allá de cualquier pronóstico humano, Dios era fiel, misericordioso, olvidadizo si tocaba para perdonar. En resumen, el Éxodo no es más que un paralelismo válido de nuestra vida, en la que Dios toma la iniciativa y no te deja de amar nunca a pesar de…

Pues en ese contexto, y mientras Josué se esforzaba por ir conquistando aquellas localizaciones que le separaban de alcanzar la herencia prometida a Abrahán, Isaac y Jacob: Canaán, las batallas no siempre eran pan comido. En una de ellas, las cosas se ponían realmente feas para los israelitas, así que si querían ganarla, era necesaria la luz natural, si anochecía sobre el valle de Gabaón, desde luego, los israelitas estaban avocados al fracaso.

Josué conocía al Dios de lo extraordinario, de lo inusual… y a Él clamó. Rogó a Dios porque por encima de las fuerzas de sus guerreros, sabía que todo dependía de Él, que Él daba y quitaba, que la historia estaba en sus manos.

Para alcanzar la victoria, dada la hora, lo único que podía ocurrir era que se detuviese el Sol, no había otra. La luna y las estrellas dejaría a campo descubierto al ejercito israelita, en un terreno que no conocían, y donde era más fácil acabar con ellos.

Había que detener el Sol. El Señor había prometido a Moisés la victoria: «No les tengas miedo, pues yo haré que los venzas. Ni uno solo de ellos podrá contigo».

Y entonces pasó lo “inusual”.

Josué dijo en presencia del pueblo de Israel:

«Sol, quédate quieto en Gabaón;
y luna, detente en el valle de Ayalón».

Y el sol se quedó quieto y la luna se detuvo, hasta que la nación de Israel se vengó de sus enemigos… El sol se detuvo en medio del cielo y se demoró en ocultarse como un día. No ha habido un día como ese ni antes ni después, en que el SEÑOR escuchó la voz de un hombre, pues el SEÑOR peleó por Israel”.

Y aquí viene nuestra reflexión. ¿Dios pelea mis batallas o solo me esfuerzo yo sin tenerlo en cuenta? ¿Soy capaz de creer en su poder en medio de las más duras luchas espirituales? Y más aún, en medio de las tribulaciones, cuando parece que el Sol se esconde en mi Gabaón personal… ¿Doy a Él la gloria y reclamo para mi vida el milagro diario y continuo de su compañía?

El Señor te dice hoy: «¿No te lo he ordenado Yo? ¡Sé fuerte y valiente! No temas ni te acobardes, porque el SEÑOR tu Dios estará contigo dondequiera que vayas».