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Hace un par de meses que comenzaron las obras del Monasterio, con ellas los cambios y alguna incomodidad se han instalado. Las hermanas que dormían en un ala del edificio tuvieron que cambiarse al otro lado, trasladando allí las pocas cosas que cada una tiene en su celda. Andamios por el suelo, ladrillos, sacos de cemento, maderas y otros enseres, alteran la imagen natural del lugar desde el torno hasta el campanario. Los responsables de esta titánica reforma son dos conocidos hermanos del pueblo, Vicente y Manuel, que heredaron la empresa de su padre, y que para acometer este proyecto han contratado a varias personas de la comarca: Sebas “el de Lali”, Toñín “el de los doce hermanos”, Ángel “el pequeño de la Asturiana”, Joselito “él muela” y dos chicos que llevaban muy poco en el pueblo más cercano, Asraf y Mohamed.

Una mañana, como otra cualquiera, me acerqué a hacer una visita a las monjas, llevando conmigo, dos enormes bizcochos de limón muy esponjosos que había hecho yo misma, para compartir entre todos. Esperé sentada en el locutorio a que las hermanas terminaran de rezar, sobre la mesa los dos bollos, inundando con su aroma el sitio.

—¡Adele! ¡Pero qué bien huele aquí!. Saludo como siempre, regalando su mejor sonrisa la hermana Paula.

—Son de limón hermana, para compartir un ratito. Respondí.

Tras unos minutos de conversación trivial, le pedí que me dejara ir a lavarme las manos, por allí pasaron Asraf y Mohamed cargados de escombros, después, fuimos hasta el huerto donde el resto de comunidad esperaba en una improvisada zona para desayunar.

Bajo un techo habían colocado varias mesas y un montón de sillas, además de vasos, bricks de leche, azúcar, cacao, fruta, pan y miel. Salude a todas y me invitaron a sentar, faltaba la Madre Abadesa que aparecía al fondo acompañada de los hombres responsables de las obras, a los que les había convidado a almorzar. Pasamos un buen rato acompañados por los rayos del sol y la brisa que venía de la montaña, el trinar de los pájaros y la conversación entre los presentes. Todos elogiaban la esponjosidad y sabor de mi postre, aun así, sobro la mitad de uno que dejé para que pudieran disfrutarlo las hermanas.

Llegué a casa del Monasterio, con la misma sensación de paz y amor que siempre siento cuando visito a mis queridas monjas. Quería pasar un rato por el gimnasio, pero antes tenía que ducharme y eso hice. Una vez terminé, quise quitarme mi anillo para guardarlo, un regalo de mi abuela al que tengo especial cariño y que nunca llevo para hacer deporte. Mi sorpresa fue mayúscula ¡Había perdido mi sortija! Espera… ¿O me la habían robado sin darme cuenta? ¿Pero quién? Mi cabeza empezó a hacerse más películas que el propio Netflix, no estaba muy segura si la última vez que lo vi… ¡Estaba lavándome las manos en el Monasterio! Llamé rápidamente por teléfono a la Madre Abadesa, le expliqué lo sucedido y con su dulzura me tranquilizó asegurándome, que ella misma iría al lugar donde me lavé las manos a por el anillo y lo guardaría hasta verme. Colgué… No pasaron ni quince minutos cuando recibí la llamada de la Abadesa, sus noticias no eran buenas, mi anillo no aparecía. Hecha un manojo de nervios y frustración por la pérdida, sólo se me ocurrió decir: Madre, esos chicos que no son del pueblo, pasaron justo delante del anillo… no sé… A la Abadesa no le gustó en absoluto que acusase y dudase de aquellos muchachos. Me dijo que todas rezarían para que pudiera encontrarlo, pero poco más se podía hacer…

Durante la cena y con los ojos húmedos, tuve que contarle a mis padres, que había sido tan tonta de perder la sortija de la abuela, esa que tenía más de cien años, esa que tuvo mi bisabuela y que yo ahora había extraviado. Volví a recibir nuevamente una llamada de la Madre, me estuvo haciendo varias preguntas y yo las respondía como iba recordando.

Te hago tantas preguntas para saber dónde puede estar…

Lo sé, y agradezco todo lo que está haciendo. Respondí afligida.

Y por cierto… ¡El roscón de limón estaba buenísimo, Adele! Dijo, dejándome un poco desconcertada.

— ¿El bizcocho? Pregunté

¿Bizcocho? Yo creo que por la sorpresa que lleva en su interior, es un roscón. Dijo jocosa la Madre.

— No entiendo…

— ¡Adele! ¡La misteriosa desaparición de tu sortija, se ha resuelto, cuando la hermana Aramís se ha metido un trozo de pastel en la boca! Contestó adornando la frase final con una risa.

¡Así fue! Mientras estuve cocinando, el anillo se fue a la mezcla del bollo y sin darme cuenta… ¡Qué vergüenza! ¿Cómo he podido dudar de unas personas a las que ni conozco? Tengo que disculparme con ellos y con la Madre Abadesa, y como me ha recomendado al final de la conversación telefónica, poner todo esto en oración, hacer examen de conciencia y aprender de todo lo sucedido. ¡Qué suerte la mía! ¡Poder contar con alguien así en mi vida, que me hace ver las cosas de otra forma y me ayuda a crecer en mi día a día!