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Hacía un par de semanas que me sentía angustiada sin motivo aparente, con el ánimo bajo sin llegar a estar triste. Me pasaba las horas en mi habitación estudiando, leyendo, escuchando música y poco más. Nada conseguía mitigar la sensación de vacío que se había instalado en mi corazón.

Tampoco iba a visitar a las hermanas, las cuales me habían escrito un par de mensajes e incluso llamado para preguntar por mí. Mi perro Pancho, que parece tener un sexto sentido, no se separaba de mis pies y me invitaba con sus movimientos y gestos a jugar con él. Mi madre no se atrevía a preguntar que me sucedía, ella cree que es por cosas del amor… y no era del todo desacertado.

Una noche antes de dormir, me disponía a orar en el silencio de mi habitación colocando una pequeña vela, un cojín, un vaso con agua, la Biblia cerca, mi libreta y un bolígrafo de color verde. Inspiré profundamente y al exhalar, pedía al Señor que de alguna forma me ayudase a clarificar mis pensamientos, y que me procurase tranquilidad. ¡Qué no me faltase Su compañía! ¡Qué Su visita me haría la chica más feliz del mundo! La vela se apagó tras decir esto último, y yo como tonta quise pensar que Dios me había hecho una señal, como diciéndome que no me preocupase, que el iba a visitarme… ¡Qué boba!

Al día siguiente me propuse salir de casa para saludar a las monjas y pasar un rato con ellas. Llevé conmigo una mochila y en ella metí, una lata de galletas de mantequilla, un batido grande de chocolate y un chubasquero por si llovía. Fui hasta la parada del autobús caminando por las calles del pueblo, saludando a cualquier vecino que me encontraba. ¡Hola Adele! ¿Cuánto tiempo? ¡Ya casi está aquí la Navidad, ¿eh?! Eran las frases que más se repetían entre las personas.

Saliendo ya del centro, pasé delante del supermercado y pude descubrir que en el suelo, justo delante de la puerta, había una persona sentada pidiendo. Cruce mi mirada con ella, sonrió tímidamente y le di los buenos días. Me detuve en seco, retrocedí, me agaché y presentándome le regalé la lata de galletas, el batido y por supuesto el chubasquero. Muy agradecida me dijo su nombre, que era de la capital y durante una conversación normal pasaron los minutos. Me despedí y retomé mi marcha.

Al llegar al monasterio de las hermanas, éstas, estaban recogiendo frutas del huerto. Me recibió la hermana Celina escoba en mano y su expresión de eterna felicidad. No me preguntes como, pero esa monja supo enseguida que mi energía no era la habitual y con formidable amabilidad, me tomó la mano y me llevó a la capilla que estaba vacía.

  • Aquí nos sentamos, cerquita de Él. – Dijo con su voz dulce, Celina, mientras daba con la palma de su mano suavemente en el banco de madera.

Comenté mi situación con mi querida clarisa, mi estado de ánimo, que no hallaba el problema que me suscita este vacío e inquietud en mí. Que pedí ayer al Señor por este mismo motivo. ¡E incluso que me visitase! ¡Qué sería la mujer más feliz de la Tierra! Que he estado tantos días encerrada, que ni me he dado cuenta de que casi estamos en Adviento. También hablamos de cosas menos intensas, como mis clases, el frío que ya hacía en el pueblo y de mi nueva amiga sin hogar, que pide para comer en la puerta del super.

En ese momento Celina abrió la boca tapándosela con la mano, y mirando hacia el Cristo de la iglesia y cerrando los ojos, dijo:

“Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestistes…Cada vez que lo hiciste con uno de mis pequeños, a mí me lo hicistes…”

¿No te das cuenta cariño? ¡Lo ha hecho! ¡Claro Adele! El Adviento es precisamente esto que te ha ocurrido hoy a ti, ¡Es la esperanza de la venida de Dios que de muchas formas nos visita!

Y fundiéndonos en un abrazo fraternal frente al Señor, me di cuenta que, cuando vamos por la calle, o estamos en el trabajo, Dios puede visitarnos de manera inusitada.